La final del concurso de cocina "Cuchara de Oro" era un infierno de luces y cámaras. El aire olía a azafrán, a nervios y a la ambición de los mejores chefs de España.
Yo era Sofía, la heredera del legendario restaurante de mi familia en el País Vasco, y estaba a punto de ganar.
Mi plato, una deconstrucción de un guiso tradicional vasco, era perfecto.
Entonces, el juez principal, un hombre temido por su paladar infalible, probó mi creación. Su rostro se contrajo. Su mano fue a su garganta. Se ahogaba.
El caos estalló.
Los médicos corrieron al escenario. La gente gritaba.
Más tarde, en una sala fría y blanca, un policía me dijo que el plato contenía un marisco silvestre ilegal, un alérgeno mortal para ese juez.
Yo nunca usé ese ingrediente.
Mi marido, Mateo, el famoso crítico gastronómico, me abrazó con fuerza.
"No te preocupes, mi amor. Demostraremos tu inocencia."
Mi hijo de diez años, Leo, se escondió detrás de su padre, mirándome con unos ojos que no pude descifrar.
Me declararon culpable de fraude comercial y agresión con agravantes.
La sentencia fue de cinco años.
Cinco años.
El día que salí de prisión, el sol me pareció extraño, demasiado brillante. El mundo había seguido girando sin mí.
Mi restaurante había perdido sus estrellas Michelin. Mi madre había muerto, decían que de pena y vergüenza. Mi abuelo, el patriarca de la familia, había publicado un anuncio en el periódico repudiándome.
Estaba sola.
Pero entonces, un coche elegante se detuvo frente a mí.
Mateo salió, con su sonrisa encantadora de siempre. Abrió la puerta trasera y allí estaba Leo, ahora un adolescente de quince años, alto y extraño.
"Bienvenida a casa, Sofía", dijo Mateo, su voz llena de una calidez que yo necesitaba desesperadamente.
Leo asintió, sin mirarme a los ojos. "Te hemos echado de menos, mamá."
Me metí en el coche, el cuero suave era un lujo olvidado. Por un momento, sentí un alivio inmenso. Había perdido todo, pero aún tenía a mi familia.
Mi marido. Mi hijo.
Era suficiente. Podría reconstruir mi vida con ellos.
En el coche, Leo jugaba con el teléfono de Mateo. Estaba viendo vídeos, riendo en voz baja.
De repente, un vídeo diferente comenzó a reproducirse. La voz de un Leo mucho más joven llenó el silencio.
"Papi, cambié el plato de mamá. ¿Está contenta la tía Isabel?"
Mi respiración se detuvo.
La voz de Mateo, suave y conspiradora, respondió.
"Tu madre es demasiado egoísta, Leo. La tía Isabel es tan pobre y necesitaba ese premio. Tu madre se merecía lo que le pasó."
El mundo se detuvo. El sonido del tráfico, el zumbido del motor, todo desapareció.
Solo quedaban esas palabras, repitiéndose en mi cabeza.
Mi hijo. Mi marido.
La traición era tan absoluta, tan monstruosa, que no parecía real.
Miré sus perfiles. Mateo conducía, tarareando una canción. Leo seguía mirando su teléfono, ajeno a la bomba que acababa de explotar en mi alma.