Al intentar salir, el jefe de recursos humanos me bloqueó el paso. Sostenía una carpeta.
"Sofía, tienes que firmar esto".
Era un acuerdo de confidencialidad y no competencia. Una mordaza legal.
"No voy a firmar nada", dije con la voz temblorosa.
"Si no firmas", dijo el hombre con frialdad, "la empresa te demandará por conducta inmoral y daños a nuestra reputación. Te arruinaremos".
Mateo se acercó, su rostro torcido por la rabia.
"Dame tu móvil".
"¿Por qué?".
"Tiene pruebas de tus... negocios", escupió la palabra. "Es propiedad de la empresa".
"Es mi móvil personal".
Isabel se rió. "Seguro que está lleno de fotos comprometedoras. Dánoslo".
Forcejearon conmigo. Mateo me lo arrancó de las manos. Intentó desbloquearlo.
"¿Cuál es la contraseña?".
Lo miré a los ojos, el último hilo de amor por él se rompió.
"La fecha de nuestro aniversario".
Se quedó en blanco. No la recordaba. Su rostro se contrajo de furia y vergüenza. Isabel, a su lado, lo miraba con impaciencia.
"No tengo tiempo para tus juegos", gritó Mateo.
Y con una violencia que nunca le había visto, estrelló mi móvil contra el suelo. La pantalla se hizo añicos, llevándose con ella las fotos de mi familia, las pruebas de mi inocencia, la foto de mi primo Alejandro y yo en la Feria de Abril.
"Ahora no tienes nada", siseó Isabel, satisfecha.
"Eres una cualquiera, Sofía", dijo Mateo, inclinándose hacia mí. "Me aseguraré de que no vuelvas a trabajar como arquitecta en tu vida. Tu nombre será barro en esta profesión".
Sentí que me ahogaba. El aire del ático de lujo era irrespirable.
"No sabes con quién te estás metiendo", logré decir, aunque mi voz sonaba débil.
Isabel soltó una carcajada. "¿Con quién? ¿Con una huérfana sin contactos que se abre de piernas para subir?".
La rabia me dio una fuerza que no sabía que tenía. Los miré fijamente, a él, a ella.
"Soy Sofía Romero. De la familia Romero de Jerez de la Frontera".
Hubo un silencio. Luego, una explosión de risas. Mis compañeros, los que antes me respetaban, se burlaban abiertamente.
"¿Romero? ¿Como los toreros?", se mofó uno. "¿Ahora también eres de la realeza?".
Mateo negó con la cabeza, como si le diera pena mi locura. "Estás delirando. Vete de aquí antes de que llame a seguridad".
Me di la vuelta. Caminé hacia el ascensor entre las burlas y las miradas de desprecio. Cada paso era una tortura. Pero mientras las puertas se cerraban, los miré por última vez.
"Vais a pagar por esto. Os lo juro. Haré que os arrepintáis de haber nacido".
Las puertas se cerraron, reflejando sus rostros sonrientes y victoriosos.