Había sido corneado por un toro hacía semanas. La herida no sanaba, la fiebre lo consumía. Los médicos lo habían desahuciado.
Su familia, orgullosa pero rota, buscaba una esposa para él. Una mujer que le diera un heredero antes de morir, para que su ilustre apellido no desapareciera.
Ahí estaba. Mi salvación.
Esa noche, me escabullí y envié un mensaje a la familia de Javier. Les ofrecí mi mano, mi fertilidad, a cambio de su protección.
Pero antes de que pudieran responder, los hombres de Doña Elvira me encontraron. Me llevaron a la fuerza a la finca Montoya, encerrándome en una pequeña habitación de servicio.
"Te quedarás aquí", me dijo la matriarca, su voz como el acero. "Hasta que Ricardo esté completamente recuperado y casado con Isabela. Eres nuestra garantía."
Mi vida se convirtió en una prisión. Me daban las sobras, la comida fría que los demás sirvientes no querían.
Un día, Isabela vino a verme. Llevaba un vestido rojo vibrante, una flor en su cabello. Se veía radiante, feliz.
"Pobre Alma", dijo, con falsa compasión. "Es una pena que tus mentiras te hayan traído hasta aquí. Ricardo está mucho mejor, ¿sabes? Mi amor lo está curando."
Me miró, esperando una reacción. No le di ninguna.
Su sonrisa se tensó. Se acercó a mí, su perfume dulce y empalagoso llenando el aire.
"Él nunca te querrá", susurró. "Eres sucia. Eres del campo."
De repente, tropezó con sus propios pies, cayendo al suelo con un grito agudo.
"¡Ay, mi corazón!", jadeó, agarrándose el pecho. "Me ha empujado... Alma me ha atacado..."
Ricardo irrumpió en la habitación como una tormenta. Vio a Isabela en el suelo, a mí de pie junto a ella, y su rostro se transformó por la furia.
"¡Maldita seas!", rugió.
Ordenó a sus hombres que me agarraran. Me arrastraron al patio principal y me ataron a una columna de piedra.
Ricardo tomó un látigo de montar de la pared.
"Dijiste que tu poder era una mentira", siseó, sus ojos llenos de locura. "Vamos a asegurarnos de que así sea."
El primer latigazo me cortó la espalda. Grité.
"¡Esto es por asustar a Isabela!", gritó.
El segundo latigazo.
"¡Esto es por existir!"
Me mordí el labio hasta sangrar, negándome a suplicar.
Entonces, se detuvo. Me miró con una crueldad calculadora. Bajó el látigo y me golpeó con la empuñadura, con fuerza, en el abdomen.
Un dolor cegador explotó en mi interior.
"Quería darte hijos", susurró con veneno. "Ahora, me aseguraré de que nunca puedas tenerlos."
El mundo se volvió negro.