La ira, fría y controlada, finalmente subió por mi garganta. Miré el vientre de Sofía, luego a la cara sonriente de Álvaro. El plan que mis padres y yo habíamos trazado durante años se estaba desmoronando por su culpa.
"Sofía", dije, mi voz sonando extraña, casi suplicante. "Te daré una última opción".
Todos se callaron, curiosos por ver qué estupidez iba a decir el inmigrante desesperado.
"Deshazte de ese niño y de él", dije, señalando a Álvaro con la barbilla. "Olvida que esta noche ha pasado, y yo olvidaré tu traición. Podemos seguir adelante".
El silencio se hizo denso, y luego estalló en una carcajada general. Sofía se reía con más fuerza que nadie, agarrándose el vientre como si le hubiera contado el mejor chiste del mundo.
"¿Estás loco? ¿Crees que tienes algún derecho a pedirme algo? Este niño y Álvaro son mi futuro. Tú eres mi pasado, un error vergonzoso".
Se volvió hacia Álvaro y lo besó apasionadamente frente a todos.
"Nosotros somos la nueva familia Mendoza", declaró Álvaro, pasando un brazo por los hombros de Sofía. "Y ahora, si nos disculpas, tenemos que tomar las riendas del negocio".
Se dirigió a mí con una condescendencia insoportable.
"Pásame todos los informes de la cosecha y los contactos de los distribuidores. No te preocupes, yo me encargo. No puede ser tan difícil dirigir una bodega".
Me reí por dentro. ¿Él? No sabría distinguir un Tempranillo de un Garnacha.
Lo miré fijamente y le hice una pregunta que lo descolocó por un segundo.
"Álvaro, ¿estás seguro de que ese niño es digno de llevar el apellido Mendoza?".
Él frunció el ceño, confundido, pero luego sonrió con arrogancia.
"Más digno que tú, desde luego. Al menos tiene sangre noble, no como otros".