El olor a levadura y a pan recién hecho era lo único que quedaba de nuestra vida normal. Ahora, ese olor se mezclaba con el hedor a derrota y a miedo.
Mateo estaba sentado a la mesa de la cocina, con la cabeza entre las manos. No lloraba. Era peor que eso. Era un silencio vacío, un hueco que se había tragado todo el sonido del mundo.
Yo seguía de pie junto al horno, con el delantal todavía puesto. Mis manos, cubiertas de una fina capa de harina, temblaban ligeramente.
"Lo perdí todo, Sofía."
Su voz era un susurro ronco, quebrado.
No le pregunté qué. Lo sabía. El aguinaldo de Navidad, los ahorros de mamá, el préstamo que habíamos pedido para el nuevo horno. Todo.
"¿Cuánto?", pregunté. Mi voz sonó fría, extraña en mis propios oídos.
"Veinte mil dólares."
Levantó la cabeza. Sus ojos estaban rojos, hundidos. La cara de un niño que acababa de romper el juguete más caro del mundo.
"Quería duplicarlo. Quería comprarte el horno, arreglar la tienda... Quería que tuvieras una vida mejor."
"¿Con Ricardo?", pregunté, y el nombre salió de mi boca como un veneno.
Él solo asintió, incapaz de mirarme a los ojos.
Ricardo. "El Gallo". El tipo que sonreía a todo el mundo mientras les vaciaba los bolsillos en partidas de truco arregladas. El amigo de mi hermano.
Sentí un frío que no venía del suelo de baldosas. Era un frío antiguo, uno que creía haber enterrado hacía años en las calles de Buenos Aires.
Mateo empezó a sollozar, un sonido ahogado y patético.
"Lo siento, Sofi. Lo siento. Arruiné a la familia. Lo arruiné todo."
Me quité el delantal lentamente. Lo doblé con cuidado y lo dejé sobre la encimera. Miré mis manos. La harina no podía ocultar la fina cicatriz blanca que cruzaba mis nudillos. Un recuerdo de otra vida.
El pan para mañana no se iba a hornear. No había dinero para la harina. No había dinero para nada.
El futuro, que esta mañana olía a pan caliente y a esperanza, ahora olía a ceniza.