Me sentía agotada.
Un cansancio profundo, no del cuerpo, sino del alma.
Ya no tenía ganas de discutir, ni de enfrentarme a él.
Esta noche era nuestro quinto aniversario de bodas.
Javier me había dicho que tenía una cena de trabajo importante, una que no podía saltarse.
Le creí.
Como siempre.
Pero una amiga me envió una foto. Javier no estaba en ninguna cena de trabajo. Estaba en una de las coctelerías más exclusivas de Madrid, rodeado de sus amigos y de ella.
Valentina.
Decidí ir. No para montar una escena, solo para verlo con mis propios ojos.
Me quedé en un rincón oscuro, donde nadie podía verme.
Escuché a uno de sus amigos reírse.
"Javier, ¿no te cansas de Sofía? Siempre tan seria, tan callada."
Javier tomó un sorbo de su copa, una sonrisa arrogante en sus labios.
"A veces sí," dijo, su voz cargada de desdén. "Siempre huele a trementina y a lienzo viejo. Es aburrida."
Otro amigo preguntó: "¿Y si se entera de lo tuyo con Valentina y te pide el divorcio?"
Javier soltó una carcajada.
"Sofía es una santa. Me adora. Jamás podría dejarme."
Justo después de decir eso, se inclinó y besó a Valentina.
Fue un beso apasionado, posesivo. Un beso que nunca me había dado a mí.
Mi mundo se hizo añicos en ese instante.
Las imágenes del pasado volvieron a mi mente.
Hace cinco años, Javier no era el arquitecto estrella que es hoy. Era un hombre roto.
Había sufrido una caída terrible desde un andamio. El accidente casi lo mata y lo dejó ciego.
Valentina, su novia de entonces, lo abandonó.
Lo dejó solo, ciego y en la ruina.
Javier se hundió en una depresión tan profunda que intentó suicidarse.
Fue entonces cuando lo conocí.
Yo era voluntaria en el hospital. Lo cuidé. Le leía libros de arte, le describía los colores de los cuadros de Sorolla, le hablaba de la luz en las obras de Velázquez.
Poco a poco, lo saqué de la oscuridad.
Entonces, llegó la noticia de un donante. Unas córneas compatibles.
El donante era anónimo.
Para mí no lo era.
Era Mateo.
Mi prometido. Mi amor desde la infancia.
Mateo había muerto en un accidente de moto. Era fotógrafo, y su pasión era capturar la luz. En un último acto de generosidad, donó sus órganos.
Apoyé a Javier durante todo el proceso. Estuve a su lado cuando le quitaron las vendas.
Lo primero que vio fue mi rostro.
"Eres mi luz en la oscuridad," me dijo ese día, con lágrimas en los ojos.
Me pidió que me casara con él.
Acepté.
No por amor a él, aunque en ese momento creí sentir algo parecido a la gratitud y el afecto.
Acepté porque no podía soportar la idea de perder lo último que quedaba de Mateo en este mundo.
Su mirada.
Me casé con Javier para poder seguir viendo a través de los ojos de Mateo.
Y ahora, en nuestro quinto aniversario, él estaba celebrando con la mujer que lo abandonó, burlándose de mí.
Diciendo que yo jamás podría dejarlo.
Qué equivocado estaba.