La cena de ensayo de nuestra boda se celebraba en una finca de La Rioja, propiedad de la familia de Sofía.
El aire olía a vino viejo y a dinero antiguo, un aroma que nunca me había resultado del todo cómodo.
Yo soy Mateo, un chef. Mi familia hizo su fortuna en la construcción, lo que nos convertía en "nuevos ricos" a los ojos de la élite tradicional, como los padres de mi prometida.
Sofía, una sumiller de renombre, se levantó para hacer un brindis.
De repente, su rostro palideció y se tambaleó.
Antes de que yo pudiera reaccionar, su hermano adoptivo, Javier, ya estaba a su lado, sujetándola.
"Está mareada, necesita aire fresco", dijo Javier, con una urgencia que me pareció extraña.
Se la llevó rápidamente, sin darme tiempo a decir nada.
Los padres de Sofía me lanzaron una mirada de desprecio, como si el mareo de su hija fuera culpa mía.
Me senté, sintiendo un nudo en el estómago.
Diez minutos después, mi teléfono vibró. Era Sofía.
"Mateo", su voz sonaba distante, fría.
"Estoy embarazada".
Sentí un vuelco en el corazón, una mezcla de sorpresa y alegría.
"Pero no es tuyo", añadió, destrozando mi ilusión en un instante.
"Es de Javier".
El silencio se hizo denso. Podía oír mi propia respiración, acelerada y superficial.
"Tenemos que posponer la boda", continuó, su tono ahora era imperativo, como si estuviera dando órdenes a un empleado.
"Necesito que renuncies a tu trabajo. Te quedarás en casa para cuidarme discretamente".
"Y lo más importante", hizo una pausa, "dirás que el niño es tuyo. La reputación de Javier y de mi familia no puede mancharse".
Cada palabra era un golpe. No pedía, exigía.
"¿Has terminado?", pregunté, mi voz sonando extrañamente calmada.
"Mateo, sé que es mucho pedir, pero es la única manera. Por favor, entiende..."
"Entiendo perfectamente", la interrumpí. "No te preocupes, todo se arreglará".
Colgué.
Me levanté de la mesa, ignorando las miradas curiosas.
El padre de Sofía se interpuso en mi camino, su rostro era una máscara de arrogancia.
"¿Qué has hecho para disgustar a mi hija? ¡Este escándalo es por tu culpa! Siempre supe que un plebeyo como tú no era digno de nuestra familia".
Su esposa asintió, mirándome con asco.
"La boda se cancela", anuncié, mi voz resonando en el tenso silencio. "De hecho, todo se cancela".
Me di la vuelta y salí de allí, dejando atrás sus insultos y su mundo falso.
Caminé sin rumbo por la finca hasta que llegué a una pequeña capilla.
Allí, sentada en el primer banco, estaba Lucía.
Lucía, mi amiga de la infancia, la heredera de una cadena hotelera. Se suponía que no debía venir.
"Parece que necesitas un plan B", dijo, su voz era suave pero firme.
Me miró fijamente. "Hoy es tu cumpleaños, Mateo. Cumples treinta".
Su mirada me lo recordó todo. El pacto.
"Si a los treinta seguimos solteros", susurró, "nos casaremos".
La miré, devastado y vacío, pero una extraña sensación de alivio me invadió.
"Acepto", dije.