Capítulo 5 El sonido bajo la piedra

El Valle del Ruido no tenía caminos. Solo laderas irregulares, cortadas por hendiduras, que parecían haber sido moldeadas por gritos detenidos en el tiempo. No crecía nada. Ni musgo, ni líquenes, ni siquiera los escarabajos de ceniza que solían anidar en las grietas cálidas. Allí, el aire no olía a humedad ni a mineral: olía a antiguo.

Asha descendía con pasos medidos. Llevaba un solo guante de cuero, en la mano derecha, y una lámpara viva en la izquierda. La luz danzaba débilmente, como si no quisiera iluminar el lugar. ¡Como si temiese hacerlo!

-¿Y aquí hay una memoria sellada? -preguntó al aire.

Ezkhar, que la seguía a pocos pasos, asintió sin mirar atrás.

-No una memoria cualquiera. Esta es una de las originarias. Se selló cuando los primeros Custodios empezaron a dividirse.

-¿Se selló... o se ocultó?

El anciano sonrió con la comisura derecha de los labios.

-A veces, ocultar es una forma de sellar. Y otras veces, es un acto de cobardía.

La grieta final se abría como una boca al pie del risco. La lámpara viva tembló, y su llama se redujo a una espiral delgada, azulada. Asha sintió el peso del brazalete de Aeolina sobre la muñeca. Latía lento. Desconfiado.

Entraron.

La caverna descendía en espiral. No había sonido. Ni el roce de sus pasos, ni la respiración. Era como si el valle devorara cualquier vibración. De pronto, Asha entendió por qué se llamaba del Ruido: allí no había sonidos porque todos estaban atrapados.

-¿Qué hay aquí abajo? -susurró.

Ezkhar no respondió. Se detuvo frente a un altar bajo, cubierto por capas de ceniza negra endurecida. Había símbolos trazados a mano, torpes pero antiguos. Uno de ellos, tallado en la roca con sangre petrificada, se parecía mucho al de Aeolina... pero invertido.

-¿Qué es eso?

-El símbolo de la Custodia Fracturada -dijo Ezkhar-. Aquellos que no quisieron ser parte ni del Imperio ni de los rebeldes. Creían que el fuego no debía tener dueño. Por eso fueron eliminados.

Asha se arrodilló ante la piedra. Sintió que las cenizas vibraban, igual que en el entrenamiento. Pero esto no era como antes. No era una sola memoria. Era una amalgama, un entretejido. Como si miles de pensamientos hubieran sido comprimidos en una única superficie.

-Si lo tocas -advirtió Ezkhar-, ya no podrás soltarlo.

Asha no respondió. Retiró el guante. Posó la mano sobre la piedra.

El mundo se quebró.

Fue como caer sin gravedad. Como si su cuerpo aún estuviera en la caverna, pero su mente fuera arrastrada hacia una luz oscura que no iluminaba, solo devoraba.

Y luego, llegaron los gritos.

Miles.

Ni hombres ni mujeres. Voces disueltas. Custodios olvidados, mártires de una causa sin nombre. Hablaban en una lengua rota, pero Asha entendía con el cuerpo. Sentía sus dolores, sus traiciones, sus últimos pensamientos antes de ser sellados.

En el centro de la visión, una niña.

Pequeña. Con ojos del mismo color que el fuego detenido. Observaba a los Custodios morir. No lloraba. Solo sostenía una chispa en la mano. Y la enterraba en la piedra.

Una semilla de fuego.

Asha comprendió: eso era lo que contenía la memoria. No un hecho. No un recuerdo específico.

Sino una elección.

-¿Qué viste? -la voz de Ezkhar la sacó con violencia del trance.

Asha jadeó. Tenía sangre en la nariz. Las venas de su brazo izquierdo estaban tintadas de ceniza. Pero su mente seguía clara.

-Una niña sembró fuego -susurró-. Pero no para encender... sino para que nadie más pudiera encenderlo.

Ezkhar cerró los ojos.

-Entonces viste la raíz.

-¿Qué es esta memoria?

El anciano se inclinó hacia el altar.

-Es la decisión de renunciar a la llama. Los Custodios Fracturados creían que, para terminar con las guerras, debían sellar el fuego mismo. No confiar en nadie para usarlo. Ni siquiera en sí mismos.

-¿Y fallaron?

-No. Lograron sellarlo. Pero al hacerlo, se sellaron también a ellos. Esta piedra es su tumba. Su grito. Su legado.

Asha sintió cómo la memoria aún intentaba filtrarse en ella. No como otras veces. Esta no buscaba controlarla. Solo deseaba ser recordada. No una vez. Siempre.

-¿Qué hago con esto?

Ezkhar se incorporó lentamente. Sus ojos, cansados, parecían pesados con siglos de culpa.

-Contenerla sin fusionarte con ella. Integrarla a tu red. Si puedes hacerlo, las otras llamas despertarán más fácilmente. Si no...

-Seré consumida.

-No. Peor. Serás neutralizada. Como ellos.

Asha cerró los ojos.

Volvió a poner la palma sobre la piedra. Esta vez, no intentó resistirse. Tampoco se dejó llevar. Escuchó. Las voces ya no gritaban. Murmuraban. Le susurraban palabras antiguas: renuncia, frontera, equilibro, sacrificio.

Ella no respondió con palabras. Sino con fuego.

El brazalete de Aeolina ardió brevemente. La ceniza que envolvía la piedra comenzó a agrietarse, y un fino hilo de luz escapó por una rendija.

El sello no se rompía.

Se abría.

Asha retiró la mano. En su palma, quedaba un nuevo símbolo, grabado en ceniza viva: un espiral dentro de un círculo. El sello de los Fracturados.

Ezkhar asintió, solemne.

-Has contenido la raíz. Ahora puedes sostener el nodo siguiente. Pero recuerda: cada memoria sellada exige un espacio dentro de ti.

Asha lo miró. Estaba pálida. Pero firme.

-Todavía tengo espacio.

Al salir de la caverna, el ruido volvió.

No con sonido.

Con sentido.

Las piedras del valle ya no estaban en silencio. Murmuraban su aprobación.

Y más allá del risco, en algún punto del continente, otra llama se encendía.

Como si al recordar el primer sacrificio, la red de fuego comenzara, lentamente, a despertar.

                         

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