Llegué al exclusivo colegio de Polanco en menos de diez minutos, ignorando todas las normas de tráfico. Corrí por los pasillos de mármol, siguiendo las indicaciones hacia la dirección.
La puerta estaba entreabierta. Escuché la voz chillona de la maestra.
"Mateo, tienes que entender que la violencia no es la solución. Debes disculparte con Leo."
Empujé la puerta.
La escena me revolvió el estómago. Mi hijo, Mateo, estaba de pie en un rincón, con la cara roja e hinchada y un labio partido del que escurría un hilo de sangre. Su uniforme impecable estaba arrugado y manchado.
Sentados cómodamente en los sillones frente al escritorio del director estaban mi esposa, Verónica, y un hombre que no reconocí. El hombre, de traje llamativo y sonrisa arrogante, tenía un brazo sobre los hombros de un niño regordete y con cara de matón: Leo Vargas.
Mi esposa, Verónica, ni siquiera miró a nuestro hijo. Estaba arreglando el cuello de la camisa de Leo.
"Javier, llegas tarde," dijo Verónica, con un tono de fastidio. "Mateo ha causado un problema muy grande. Tienes que hacer que se disculpe."
El hombre a su lado, Ricardo Vargas, me miró de arriba abajo con desprecio.
"Así que tú eres el padre," dijo con voz burlona. "Deberías enseñar a tu hijo a tener modales. Mi hijo solo le dijo unas cuantas verdades."
La maestra, una mujer con una expresión servil, se levantó. "Señor Mendoza, el señor Vargas es un benefactor muy importante para nuestra escuela. Y es un alto ejecutivo de Grupo Sol Azteca. Le sugiero que resuelva esto rápidamente."
Mis ojos se clavaron en la muñeca de la maestra.
Llevaba un brazalete de diamantes. Un brazalete que yo le había comprado a Verónica en nuestro aniversario, en un viaje a Milán. Un diseño único, inconfundible.
Mi sangre comenzó a hervir.