Mi hermana Valeria odia mi estudio de tatuajes, lo llama una pocilga.
"Sofía, ¿cómo puedes vivir aquí? Huele a tinta y a desinfectante, como un hospital de pobres", me dijo, arrugando la nariz mientras miraba a su alrededor.
Yo no respondí, seguí limpiando mis agujas. Este lugar era mi herencia, el legado de mi abuela. Ella me enseñó todo, incluso las técnicas secretas de su cuaderno para crear tatuajes que parecen piel real, capaces de ocultar cualquier cicatriz.
Valeria se acercó, su vestido caro rozando el suelo sucio.
"Escucha, necesito que hagas algo por mí".
"No tengo tiempo para tus caprichos, Valeria. Estoy ocupada".
"No es un capricho", su voz se volvió un siseo, "es mi futuro. Y el tuyo".
Señaló la televisión que colgaba en una esquina. Mostraba imágenes del Festival de las Flores, y en el centro de todo, una mujer sonreía. Catalina, la novia de "El Patrón" Javier.
"La quiero fuera", dijo Valeria con una calma aterradora, "y quiero su vida. Tú me ayudarás".
La miré. Su belleza era deslumbrante, pero sus ojos brillaban con una envidia fría y pura. Nuestros padres siempre la adoraron, creyendo que su cara bonita nos sacaría de la miseria. A mí, con mis manos manchadas de tinta, me despreciaban.
"¿Qué quieres que haga? ¿Que le tatúe un bigote?", pregunté, intentando restarle importancia.
"No seas estúpida", espetó. "La he secuestrado. Está en el sótano. Quiero que uses tus trucos, los del cuaderno de la abuela. Quiero que me hagas su cara".
Mi corazón se detuvo. Miré hacia la puerta del sótano.
"Estás loca", susurré. "Javier te matará. Nos matará a todos".
"Él no se dará cuenta", sonrió, confiada. "Soy más hermosa que ella. Merezco su vida, su dinero, todo. Y tú me lo darás".
"No lo haré, Valeria. Esto es un suicidio".
"Oh, lo harás", se acercó, su rostro a centímetros del mío. "Porque si no lo haces, le diré a Javier que tú secuestraste a su preciosa Catalina. ¿A quién crees que le creerá? ¿A mí, o a la tatuadora del barrio bajo?".