Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en mi cama, el eco de las palabras de Valeria rebotando en mi cabeza. El plan era una locura, una sentencia de muerte. Tenía que convencerla, hacerla entrar en razón.
Me levanté y bajé las escaleras. La luz del estudio estaba encendida. Valeria estaba sentada en mi silla de trabajo, revisando el cuaderno secreto de la abuela con una expresión de codicia.
"Valeria, por favor, piénsalo", supliqué. "Javier es un monstruo. No puedes jugar con él".
Ella levantó la vista, sus ojos fríos.
"Tienes razón, Sofía", dijo con una suavidad que me heló la sangre. "Es demasiado arriesgado".
Sentí una ola de alivio. Quizás había esperanza.
"Gracias, Valeria. Mañana la dejaremos ir, lejos. Nadie tiene que saberlo".
Ella asintió y sonrió. Una sonrisa que no llegó a sus ojos.
"Claro, hermanita. Ahora ve a dormir. Estás cansada".
Confié en ella. Fui una idiota.
Me desperté con un dolor agudo y cegador en la cara. Valeria estaba sobre mí, su rodilla presionando mi pecho. En su mano, brillaba el metal de un bisturí de mi propio estudio.
"Tú siempre has sido el problema", siseó, su aliento olía a alcohol. "Con tu talento y tus secretos. Crees que eres mejor que yo".
El bisturí se hundió en mi mejilla. Grité, un sonido ahogado por el dolor y la sangre.
"Nadie puede parecerse a Catalina si yo no puedo", dijo, trazando una línea brutal desde mi ojo hasta mi barbilla. "Y tú... tú no volverás a ser bonita nunca más".
Me golpeó la cabeza contra el suelo y todo se volvió negro.
Desperté en un charco de mi propia sangre. El dolor era insoportable. Me arrastré hasta el espejo y vi el monstruo que me había creado. Mi cara era una masa de carne abierta y sangre coagulada.
Pero sobreviví. Y en ese momento, con el rostro destrozado, algo nuevo nació dentro de mí. Ya no sentía miedo, solo un deseo helado y afilado de venganza.
Unos días después, Valeria volvió. Ni siquiera se inmutó al ver mi rostro.
"Levántate", ordenó. "Es hora de trabajar. Hazme lucir como Catalina".
La miré a través de mi ojo hinchado. Mi voz era un graznido ronco.
"Claro, hermana. Con mucho gusto".
Mi venganza había comenzado.