El caos en el aeropuerto de Barajas era el sonido más dulce que había oído en dos vidas.
Isabela, con su pelo perfectamente peinado y su ropa de diseño, intentó pasar por el control de pasaportes. A su lado, Javier, el jornalero con ínfulas de grandeza, la esperaba con impaciencia, sosteniendo sus billetes de primera clase a Buenos Aires.
"Documento no válido," dijo el agente de inmigración con voz monótona.
"¿Cómo que no válido? Inténtelo de nuevo," exigió Isabela, su sonrisa empezando a flaquear.
El agente lo intentó una, dos, tres veces.
"Señorita, su DNI ha sido anulado. Oficialmente, usted no existe."
El pánico se apoderó de su rostro. Sacó su tarjeta de crédito, una American Express platino que yo le había dado.
"Transacción denegada."
Probó con otra.
"Denegada."
Y otra.
"Denegada."
Todas mis cuentas, todas las extensiones que le había dado, estaban congeladas. Estaba atrapada, sin identidad y sin un solo euro a su nombre.
Su llamada desesperada llegó mientras yo estaba en el despacho con mi padre. Puse el altavoz.
"¡Sofía! ¿Qué demonios está pasando? ¡Mi DNI no funciona, mis tarjetas están bloqueadas! ¡Mateo lo ha cancelado todo!"
La voz de Isabela era un chillido agudo de furia y miedo.
Miré a sus primas, que estaban de pie frente a mi escritorio, pálidas como el papel.
"¿Qué le digo?" susurró Sofía, aterrorizada.
Tomé el teléfono.
"Isabela está muerta," dije con una calma sepulcral. "Y los muertos no necesitan dinero ni pasaportes."
Colgué antes de que pudiera responder.
Sofía y Lucía me miraron como si fuera un monstruo.
"¿Cómo has podido?" balbuceó Lucía.
"Pude y lo hice," respondí, levantándome. "Ahora, si me disculpan, tengo un anuncio que hacer."
Salí al salón, donde el personal todavía murmuraba sobre la "tragedia".
"Mi compromiso con Isabela ha terminado," anuncié con voz firme. "La vida sigue. Es hora de que encuentre una nueva esposa, una que sea digna de llevar el apellido de mi familia."
Las primas se ahogaron con su propia indignación.
Mi padre, sin embargo, sonrió por primera vez en días. Se acercó y puso una mano en mi hombro.
"Hijo, has tomado la decisión correcta. De hecho," dijo, bajando la voz, "hay alguien que deberías conocer. Elena. La hija de mi socio, el señor Castillo. Acaba de regresar de Francia. Es una enóloga brillante, una mujer de carácter. Siempre pensé que era la candidata ideal para ti."
Elena.
En mi vida anterior, la rechacé por lealtad a un fantasma. Ella permaneció soltera, ayudándome en silencio desde las sombras, mientras mi imperio se desmoronaba.
Esta vez, no cometería el mismo error.
"Padre," dije, con una sinceridad que lo sorprendió. "Me encantaría conocerla."