Javier me abrazó por detrás, con sus manos rodeando mi vientre de ocho meses.
"¿Sientes eso, mi amor? Son nuestros hijos, pateando. Quieren salir a conocer a su padre".
Su voz era un susurro cálido contra mi pelo, el mismo tono que usaba para vender sus vinos más caros. Apoyé mis manos sobre las suyas, forzando una sonrisa. Durante años, este momento era todo lo que había deseado, pero ahora, algo se sentía extrañamente frío.
"Serán dos niños fuertes, como su padre", continuó, besando mi cuello. "El legado de la bodega está asegurado. Los Álvarez por fin tendrán sus herederos".
Yo era Sofía, la arquitecta que renunció a su carrera para construir el imperio de su esposo. Él era Javier Álvarez, el carismático dueño de una de las bodegas más prestigiosas de Jerez, un hombre que valoraba la tradición y un heredero varón por encima de todo.
Nuestro sueño compartido, o eso creía yo.
"El doctor dice que todo va perfecto", dije, intentando que mi voz sonara feliz. "Pero me gustaría una segunda opinión, solo para estar segura".
Javier se tensó.
"¿Por qué? ¿Acaso no confías en el mejor ginecólogo de Sevilla? No hay necesidad, Sofía. Él sabe lo que hace".
Se apartó y se sirvió una copa de jerez, su rostro perdiendo la calidez de antes.
"Relájate, cariño. Todo está bajo control".
Esa noche, mientras él dormía, me deslicé fuera de la cama. Algo en su insistencia me inquietaba. Reservé una cita en una clínica diferente para la mañana siguiente, una pequeña consulta en un barrio modesto, lejos de los círculos de lujo de Javier. Necesitaba acallar la duda que crecía en mi interior.
Al día siguiente, la ecografista, una mujer amable de mediana edad, pasó el transductor sobre mi vientre.
"Ahí está", dijo con una sonrisa. "Un bebé muy sano y fuerte. Felicidades, mamá".
Mi corazón se detuvo.
"¿Un... un bebé?", tartamudeé. "¿Está segura? Mi médico dijo que eran gemelos".
La mujer frunció el ceño y revisó la pantalla de nuevo, moviendo el aparato lentamente.
"No, cariño. No hay duda. Es solo uno. Un niño precioso, pero solo uno".
El aire se escapó de mis pulmones. La amable voz de la ecografista se convirtió en un zumbido lejano. Gemelos. La alegría desbordante de Javier. La insistencia en usar a su médico. Todo encajó en su sitio con una claridad brutal y dolorosa.
El plan no era mío. El segundo bebé no era mío.