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Me despedí de mi padre por teléfono. Su voz sonaba preocupada.
"Hija, ten mucho cuidado. ¿Estás segura de esto?".
"Estaré bien, papá. Es mi trabajo".
Evité hablar de Mateo. No quería preocuparle más.
Cuando subí al autobús que nos llevaba a la sierra, mi corazón se hundió.
Mateo estaba sentado al fondo. Solo. Mirando por la ventana.
El único asiento libre estaba a su lado.
El viaje fue un silencio tenso. El olor de su loción de afeitar, un aroma que antes me reconfortaba, ahora me revolvía el estómago.
Recordé noches en su pequeño apartamento de estudiante, sus brazos rodeándome, su risa contra mi pelo. Recuerdos que ahora ardían como el fuego al que nos dirigíamos.
Me apoyé contra la ventana, fingiendo dormir. En un bache, mi cabeza se deslizó y rozó su hombro.
Me aparté como si me hubiera quemado.
Él se giró y me miró.
"Mantén la distancia, Navarro", dijo, su voz un susurro helado.
El incendio era un monstruo naranja y negro devorando el bosque. El calor era sofocante, el aire irrespirable.
Nos unimos a un equipo de la UME. Su capitán, Javier Torres, nos dio instrucciones. Era un hombre alto, de mirada directa y sonrisa fácil.
"Bienvenidos al infierno, doctores", dijo. "Manténganse juntos".
Durante el rescate de unos excursionistas atrapados, resbalé en un terraplén de ceniza y tierra suelta.
Grité. Mi mano buscó apoyo. Mateo estaba a mi lado.
Vi cómo, en un acto reflejo, se apartaba. Dejándome caer.
Fueron los brazos firmes de Javier los que me agarraron en el último segundo, evitando que me precipitara al vacío.
"¿Estás bien?", me preguntó, su cara cerca de la mía.
Asentí, temblando.
Mateo nos miraba desde arriba.
"No seas una carga, Sofía", dijo con una frialdad que me heló la sangre. "Si no puedes seguir el ritmo, quédate atrás".
La humillación me quemó más que el fuego.
"¿Es que no tienes corazón?", le grité, la rabia ahogando el miedo. "Hicimos un juramento. ¿Lo recuerdas? Ayudar. Salvar. ¡No apartarse!".
Él me dio la espalda y siguió caminando.
Más tarde, mientras atendíamos a un bombero herido, vi algo brillar en el suelo, cerca de la mochila de Mateo.
Era un pequeño objeto de metal. Un mechero. Uno que yo le había regalado, con nuestras iniciales grabadas.
Lo cogí. ¿Por qué lo conservaba?
Se lo enseñé. Él lo cogió, lo miró por un segundo, y sin una palabra, lo arrojó a las llamas.
Vi cómo el fuego lo devoraba, borrando nuestro pasado.
"Era solo un mechero", dijo, como si me leyera la mente. "No significa nada".
Me sentí vacía. La última esperanza, reducida a cenizas.
Impulsada por la rabia, recordé a la familia que nos habían dicho que seguía atrapada en una cabaña más arriba. El acceso era peligroso.
"Voy a por ellos", le dije a Javier.
"Es demasiado arriesgado. Espera a los refuerzos".
No le hice caso. Empecé a correr ladera arriba.
Cuando llegué a la zona, vi huellas en la ceniza. Alguien se me había adelantado.
La cabaña estaba vacía. La familia ya no estaba allí.
Cuando volví al campamento base, los vi. La familia, a salvo, cubierta de mantas. Y a Mateo, hablando con Javier.
"...los saqué por la parte de atrás, antes de que el fuego llegara al porche", le estaba diciendo.
Había ido solo. Los había salvado él. En secreto.
Me acerqué a él.
"¿Por qué?", le pregunté.
"Hice mi trabajo", respondió, esquivando mi mirada. "No lo malinterpretes".
"¿Malinterpretar qué? ¿Tu heroísmo secreto o tu crueldad pública?".
"No entiendes nada, Sofía", dijo, su voz cargada de una frustración que no comprendí.
En ese momento, la tierra tembló. Un rugido ensordecedor llenó el aire. Un trozo de la ladera, debilitado por el fuego, se vino abajo.
Árboles, rocas y tierra ardiente cayeron sobre nosotros.
Lo último que vi fue la cara de pánico de Mateo antes de que todo se volviera negro.
Desperté en una tienda de campaña. El olor a antiséptico y humo lo llenaba todo. Estaba sola. Me dolía todo el cuerpo.
Mateo entró. Llevaba el brazo en cabestrillo.
"¿Estás bien?", preguntó. Su voz era profesional, distante.
"Sí", mentí.
"Bien. Nos evacuan en breve".
Ni una palabra de preocupación. Ni un gesto de alivio.
Entonces entró Isabela, seguida de un equipo de prensa.
"¡Mateo, cariño! ¡Estaba tan preocupada!", exclamó, abrazándolo con cuidado.
Las cámaras flashes nos cegaron.
"Doctor Vargas, un héroe nacional", decía un periodista. "Y su prometida, siempre a su lado".
Otro se volvió hacia mí.
"Y usted es... ¿una colega?".
Antes de que pudiera responder, Mateo habló.
"Sí. La doctora Navarro. Una residente".
Sentí un dolor agudo en el pecho. Más fuerte que cualquier herida física.
"No tenemos ninguna relación", añadió él, mirando directamente a la cámara.
No pude más. Me levanté, ignorando el dolor punzante en mis costillas, y salí de la tienda.
Necesitaba huir. Lejos de él. Lejos de todo.
Caminé sin rumbo hasta que mis piernas fallaron. Mi teléfono sonó. Era el hospital.
"Doctora Navarro, es sobre su padre...".
El mundo se inclinó.
"Le hemos hecho un TAC. Tiene un tumor cerebral".
Corrí de vuelta a Madrid. El diagnóstico fue brutal. Un glioblastoma. Inoperable. Del mismo tipo raro en el que Mateo era uno de los pocos expertos mundiales.
Me tragué mi orgullo. Fui a su despacho.
"Mateo, por favor", le rogué. "Es mi padre. Opérale. Haré lo que sea. Renunciaré. Me iré de Madrid. No volverás a verme. Pero sálvalo".
Me miró. Su cara era una hoja en blanco. Indescifrable.
"No", dijo.
"¿Qué?".
"He dicho que no. No haré esa cirugía".
Su rechazo fue tan absoluto, tan frío, que me dejó sin aire.
"Es por mí, ¿verdad?", susurré, la ira empezando a hervir bajo el dolor. "Es tu venganza".
"Piensa lo que quieras", dijo, volviéndose hacia su ordenador.
"Ojalá nunca te hubiera conocido", grité, las lágrimas corriendo por mi cara. "¡Ojalá nunca te hubiera amado!".
Mi padre empeoró rápidamente. Murió una semana después, mientras yo le sostenía la mano.
En el tanatorio, yo era una estatua de hielo. Mi corazón, una piedra.
Mateo apareció. Se acercó a mí.
Pasé a su lado sin mirarlo. Lo odiaba. Con cada fibra de mi ser.
Fui a la iglesia más cercana. Me arrodillé en un banco vacío. No recé. Solo dejé que el silencio y el olor a cera vieja me envolvieran.
Ya no podía seguir en la misma ciudad que él.
Vendí mi piso. Renuncié al hospital. Compré un billete de ida a Buenos Aires.
Necesitaba empezar de cero. Lejos de él, lejos del dolor.
Cuando el avión empezó el aterrizaje en Ezeiza, una turbulencia brutal nos sacudió. Los gritos llenaron la cabina. Las luces parpadearon y se apagaron.
Sentí un golpe violento. Y después, nada.