El olor a madera quemada y a desesperación llenaba el aire.
Las llamas devoraban el tablao, nuestro pequeño santuario de flamenco, y el calor era insoportable, se pegaba a mi piel como una segunda capa de sudor y miedo.
Mi prima Yolanda gritaba desde dentro, sus chillidos eran agudos, casi teatrales.
Máximo Castillo, el hombre que creía amarla, el torero arrogante que me despreciaba, tenía los ojos inyectados en sangre.
"¡Suéltame, Lina! ¡Tengo que salvarla!"
Me aferré a su brazo con la fuerza de una vida pasada, un recuerdo doloroso que me golpeó con la violencia de una cornada.
En esa otra vida, no lo solté.
Mi muñeca se rompió en el forcejeo, un chasquido seco que puso fin a mi carrera, a mi sueño de tocar las castañuelas, de ser la mejor.
En esa vida, Yolanda murió. Y Máximo, consumido por el odio, me culpó.
Me obligó a casarme con él, convirtiendo mi vida en un infierno.
Su venganza culminó durante la Feria de Abril.
Me ahogó en una tina de vino tinto, una parodia cruel de la pasión andaluza, sus ojos fríos observándome mientras mi mundo se teñía de rojo y se apagaba.
"¡Te dije que me soltaras!" El grito de Máximo me trajo de vuelta al presente, a la misma escena, al mismo instante.
El humo, el calor, sus palabras. Todo era idéntico.
Había vuelto.
Recordé el frío del vino llenando mis pulmones, el peso de su odio aplastándome.
Esta vez, no cometería el mismo error.
Mi venganza no sería ruidosa, sería un fuego lento, como el que ahora consumía el tablao.
Miré sus ojos desesperados y, con una calma que me sorprendió a mí misma, abrí la mano.
Lo solté.
"Ve" , le dije, mi voz apenas un susurro entre el crepitar del fuego. "Sálvala" .
Máximo no dudó. Se lanzó hacia las llamas como uno de sus toros de lidia, ciego de pasión por una mujer que no lo merecía.
Lo vi desaparecer entre el humo y las vigas que caían.
Unos segundos después, salió, arrastrando a una Yolanda inconsciente, cubierta de hollín.
Pero él estaba peor.
Su traje de luces estaba carbonizado, pegado a su piel. Una viga en llamas había caído sobre él.
Su pierna... su pierna estaba destrozada.
Se desplomó en el suelo, el dolor finalmente superando la adrenalina.
Me quedé allí, de pie, observando la escena.
Sin lágrimas. Sin pánico.
Solo una fría y absoluta certeza.
Mi futuro acababa de empezar.
Y el de ellos acababa de terminar.