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Sollozaban llantos desde el rincón del
machimbrado que cumplía como pared. Las
piedras del río chocaban con furia contra la
sangradera, tan bruscamente, tan escalofriante,
como aquel momento en que te volví a ver.
-Hace mucho que no escuchaba de ti-dijo
Martin Callañaupa, un viejo amigo de la
infancia.
Recuerdo claramente la primera vez que lo vi:
tenía unos brazos tan delgados, que parecían los
brazos de un niño con leucemia, frente a toda la
clase. En aquel salón se respiraban susurros y
fisgoneos perspicaces.
Admiraba mucho a Martín. Era bruto, arrogante
y vulgar. En mi juventud quizá esas actitudes
abruptas eran una forma de mostrar fortaleza,
una estrategia para parecer popular en la
secundaria. Martín no era inteligente ni
estudioso; era alguien que parecía haberse
quedado atrapado en un tiempo pasado. Sin
embargo, era una buena persona... o al menos,
lo era conmigo.
¡Fuera, mierda! -gritó mi madre al escuchar
un crujido entre los pastos.
La herencia de mi abuela era una chacra
abandonada: tierra yerma, sembríos inútiles,
recuerdo marchito de lo que alguna vez tuvo
vida.
-¡Fuera, mierda! -repitió, agitando el chicote,
que le hacía fricción en las yemas.
-¿Qué quieres, mujer? -respondió aquel que
se hacía llamar mi padre, borracho como
siempre.
¡Fuera, mierda! -gritó mi madre al escuchar
un crujido entre los pastos.
La herencia de mi abuela era una chacra
abandonada: tierra yerma, sembríos inútiles,
recuerdo marchito de lo que alguna vez tuvo
vida.
-¡Fuera, mierda! -repitió, agitando el chicote,
que le hacía fricción en las yemas.
-¿Qué quieres, mujer? -respondió aquel que
se hacía llamar mi padre, borracho como
siempre.