Capítulo 2 Chapas en las rodillas

-¡Fuera, mierda! -gritó mi madre al escuchar

un crujido entre los pastos.

La herencia de mi abuela era una chacra

abandonada: tierra yerma, sembríos inútiles,

recuerdo marchito de lo que alguna vez tuvo

vida.

-¡Fuera, mierda! -repitió, agitando el chicote,

que le hacía fricción en las yemas.

-¿Qué quieres, mujer? -respondió aquel que

se hacía llamar mi padre, borracho como

siempre.

Llegaba de la cantina tambaleando, con el hedor

del alcohol mezclado con rabia. A veces

regresaba a las tres o cuatro de la madrugada. Mi

madre lo esperaba despierta, con el alma en vela.

Incluso, a veces, no dormía hasta las siete de la

mañana. Yo me iba al colegio con el corazón en

la garganta y una imagen que me destrozaba:

mamá, sentada en el mueble, con el chicote entre

las manos, símbolo de una defensa inútil.

-¡Quiero más alcohol, maldita! -gritaba él,

cada vez más eufórico.

Yo tenía apenas quince años la primera vez que

escuché los llantos de mi madre provocados por

los golpes de mi padre.

Ella no accedía a sus pedidos alcohólicos, ni a

sus exigencias sexuales grotescas.

Entonces, comenzó el infierno.

Ese sonido de platos rompiéndose, jarrones

estrellándose, y los lamentos de mi madre... aún

me quitan el sueño. Escuchaba con horror los

sonidos del abuso. Cada golpe, cada súplica de

ella, era una herida más en mi cuerpo infantil. Yo

rezaba. Rezaba como si Dios fuera un escudo,

como si mis lágrimas fueran ofrenda suficiente

para que nos protegiera.

Y entonces... el silencio.

Pero no fue paz.

Fueron sus pasos lentos y pesados acercándose a

mi habitación.

-¿imayna qhapaqmi rikch'akunki ñakasqa? -

rugió, abriendo la puerta de un solo golpe.

No importó cuánto recé.

No importó cuánto lloré.

Esa noche, el infierno bajó a mi cuarto.

            
            

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