La primera vez que vi a Máximo Castillo, yo tenía siete años.
Fue en la fiesta de bodas de mi madre.
Se casaba con el capo más temido de Medellín, un hombre al que a partir de ese día, me obligaron a llamar "papá" .
La hacienda era enorme, un laberinto de lujo y peligro que yo no entendía. Los hombres con pistolas en la cintura me miraban como si fuera un bicho raro.
Mi madre, Sylvia, me apretó el brazo con fuerza. Su vestido de seda brillaba tanto que me dolían los ojos.
"Lina, ve y saluda a tu nuevo papá. Y a tu nuevo hermano, Máximo" .
Su voz era fría, una orden.
El capo, un hombre grande con una mirada que congelaba, apenas me vio. Fue Máximo quien se fijó en mí.
Tenía unos diez años, pero sus ojos eran los de un hombre viejo y cruel. Me analizó de arriba abajo, su boca torcida en una mueca de asco.
Obedecí. Me acerqué al capo y susurré un "papá" que apenas se oyó.
Antes de que pudiera darme la vuelta, Máximo me empujó.
Caí de espaldas a la fuente ornamental. El agua helada me entró por la nariz y la boca, me ahogaba.
Mientras luchaba por respirar, lo vi de pie en el borde, mirándome desde arriba.
"¿Quién te crees que eres para venir aquí?" .
Esa noche, como castigo por "avergonzar" a la familia, mi madre me encerró en el sótano.
Horas después, a través de los barrotes de la pequeña ventana, un sicario me deslizó una arepa.
"Del patrón joven" , murmuró. "Dice que es comida para los perros" .
Me comí la arepa en la oscuridad, con el sabor a humillación y tierra en la boca.
Ese fue mi primer día en el infierno.