En mi lecho de muerte, mi cuñado Javier se inclinó sobre mí, su rostro una máscara de desprecio.
"El hijo de una coja no merece ir a la capital", susurró, su voz fría como el acero.
Me contó cómo había interceptado la carta de la beca de mi hijo Mateo, la que le habría abierto las puertas de la Universidad Politécnica de Madrid. Se la dio a su propio sobrino, Adrián.
Mateo, con el corazón roto, abandonó sus sueños para trabajar en la construcción, una vida de miseria que lo consumió lentamente.
Y yo, su madre, no pude hacer nada.
La traición me aplastó. La impotencia me ahogó. Cerré los ojos, y la oscuridad me envolvió.
Pero entonces, los abrí de nuevo.
El sol entraba por la ventana de nuestra pequeña casa. El olor a café llenaba el aire. Escuché la voz de Mateo en la otra habitación, repasando sus apuntes.
Estaba viva.
Había vuelto al día en que esperábamos la carta. El día que todo se vino abajo.
No había tiempo para la confusión. El dolor de mi vida pasada era una herida abierta en mi memoria. Esta vez, no permitiría que la historia se repitiera.
Me levanté de la cama, mi pierna coja protestando con un dolor sordo. Ignoré la punzada.
"Mamá, ¿estás bien? Pareces pálida", dijo Mateo al verme. Su rostro joven, lleno de esperanza, era una visión que creí perdida para siempre.
"Estoy bien, hijo. Solo un poco nerviosa por la carta".
Mentí. No estaba nerviosa. Estaba furiosa.
"Voy a salir un momento", le dije, forzando una sonrisa. "Vuelvo enseguida".
No esperé su respuesta. Fui directamente a mi viejo baúl de madera. Dentro, envuelta en un paño de terciopelo gastado, estaba la única herencia de valor de mi difunto esposo: la Medalla al Valor Civil.
Una condecoración poco conocida, otorgada por el Ministerio del Interior. Un símbolo del heroísmo de un hombre anónimo.
En mi vida anterior, nunca le di importancia. Ahora, era mi única arma.
La agarré con fuerza, el metal frío contra mi palma. Tomé el poco dinero que teníamos ahorrado y salí de casa.
Mi destino no era esperar. Era actuar.