Nos dieron una dirección vaga. Tardamos otras dos horas, entre autobuses y caminar, en encontrar la urbanización. Era un mundo aparte. Casas bonitas, céspedes cuidados, coches caros.
Finalmente, encontramos la casa. Era grande, mucho más de lo que Javier podría permitirse con un sueldo de policía.
Antes de que pudiera llamar a la puerta, esta se abrió.
No era Javier. Era mi suegra.
Su rostro se contrajo en una mueca de asco al vernos.
"¿Tú? ¿Qué haces aquí, tullida? ¿Vienes a pedir dinero?".
Su voz era un látigo. Mateo se encogió a mi lado.
"Venimos a ver a Javier. Es un asunto importante sobre Mateo", dije, tratando de mantener la calma.
"¡Javier está ocupado! ¡No tiene tiempo para parientes pobres!".
En ese momento, Lucía, la viuda del otro hermano de mi esposo, apareció detrás de ella. Estaba vestida con ropa cara, su maquillaje impecable. Me miró como si fuera basura.
"Vaya, vaya. Mira lo que trajo el viento. Isabela, ¿no te da vergüenza venir a molestar con esas pintas?".
Javier salió entonces, vistiendo un traje que gritaba dinero. Su mirada pasó por encima de nosotros con fría indiferencia.
"¿Qué es este escándalo?", preguntó, como si no nos conociera.
"¡Javier, tu cuñada y su hijo han venido a montar un numerito! ¡Nos están avergonzando delante de los vecinos!", gritó mi suegra.
Los vecinos, de hecho, empezaban a asomarse por sus ventanas. La humillación era un fuego que me quemaba la cara.
"No hemos venido a pedir nada", dije, mi voz temblando de rabia. "Javier, tienes la carta de la beca de Mateo. Dámela".
Lucía soltó una carcajada. "¿La beca? ¿Crees que el hijo de una costurera coja merece una beca? Adrián es mucho más listo. Él sí que sabrá aprovecharla".
Todo encajó. La rabia me cegó. Saqué la medalla de mi esposo de mi bolsillo.
"Esta medalla representa el honor de tu hermano. ¡Por su memoria, te exijo que le devuelvas a mi hijo lo que es suyo!".
Lucía me la arrebató de la mano. Sus uñas se clavaron en mi piel.
"¡El pasado no paga las facturas!", siseó, y la tiró al suelo. La medalla rebotó en el pavimento con un sonido metálico y triste.
"¡No!", gritó Mateo, agachándose para recogerla.
Pero Adrián, el hijo de Lucía, que había salido detrás de su madre, fue más rápido.
Pisó la mano de Mateo con su zapato caro, aplastándola contra el suelo.
Mateo ahogó un grito de dolor.
Javier observaba la escena con una sonrisa satisfecha. "Largo de aquí o llamo a mis compañeros para que os arresten por alteración del orden público".
La desesperación me inundó. Estábamos solos, humillados, indefensos.
Justo en ese momento, un coche negro, oficial, se detuvo bruscamente junto a la acera.