Mi amor, mi gratitud, mi vida entera durante cinco años, todo había sido una farsa para allanarle el camino a ella.
La desesperación se convirtió en una rabia helada. No iba a derrumbarme. No otra vez.
Jugaría su juego.
Regresé a la fiesta, con una sonrisa ensayada en los labios. Alejandro se acercó, su rostro era la máscara perfecta de un marido devoto.
"Cariño, ¿dónde estabas? Te estaba buscando", dijo, su voz cálida y preocupada.
"Solo necesitaba un poco de aire", respondí, mi voz sorprendentemente firme.
Más tarde esa noche, en nuestra suite, Alejandro me trajo un vaso de leche tibia.
"Para que duermas bien, mi amor. Tú y nuestro bebé necesitáis descansar".
Lo miré a los ojos. Los mismos ojos que me habían prometido protección ahora contenían mi sentencia. Vi la droga disuelta, un ligero velo en la leche.
"Gracias, Alejandro. Eres tan bueno conmigo", susurré.
Acepté el vaso, fingiendo beber mientras él me observaba. Cuando se dio la vuelta para ir al baño, vertí el contenido en una maceta.
Me metí en la cama y cerré los ojos, esperando.
Poco después, la puerta se abrió sigilosamente. Entraron los mismos hombres de hace cinco años. Sus rostros eran pesadillas andantes.
Alejandro no estaba allí para verlo. Había preparado el escenario y se había marchado, dejando que sus marionetas hicieran el trabajo sucio.
Pero esta vez, yo no era la víctima indefensa.
Mi mejor amiga, Lucía, una abogada brillante, me había ayudado a prepararlo todo.
Cuando los hombres se abalanzaron sobre mí, grité. Pero no era un grito de terror, era una señal.
Las luces se encendieron de repente. Lucía entró con dos guardias de seguridad privados que habíamos contratado.
Los hombres se quedaron paralizados, atrapados en el acto.
Yo me retorcí en la cama, fingiendo un dolor insoportable.
"¡Mi bebé! ¡Estoy perdiendo a mi bebé!", gemí, apretando el estómago.
Lucía ya estaba llamando a una ambulancia, su voz profesional y llena de pánico fingido.
El plan de Alejandro se había cumplido, pero a mi manera.
El "aborto espontáneo" fue documentado. Los médicos, pagados por nosotros, confirmaron la tragedia y la posterior esterilidad causada por el "shock".
Alejandro llegó al hospital, su rostro una máscara de devastación.
"¡Mi amor! ¡Sofía! ¿Quién te ha hecho esto?", gritó, cayendo de rodillas junto a mi cama.
"Fueron viejos enemigos, Alejandro. Querían hacerme daño a través de ti", le dije, mi voz débil.
"Te juro que los encontraré. Pagarán por esto. Te amo, Sofía. Siempre te amaré, no importa qué", prometió, besando mis manos con lágrimas en los ojos.
Su actuación fue impecable. Pero la mía fue mejor.
---