La presentadora sonreía, hablando de un amor de cuento de hadas, mientras yo sentía cómo mi mundo se derrumbaba por segunda vez.
El dolor agudo de una contracción me atravesó el vientre, un recordatorio brutal de que el tiempo se agotaba, mis hijos estaban a punto de nacer en medio de esta pesadilla.
Apreté los dientes, aguantando el dolor físico y el que me desgarraba el alma.
Todo esto ya lo había vivido.
En mi vida pasada, fui tan estúpida, tan ciega. Creí en las mentiras de Eva, mi prima, que siempre me miró con una sonrisa dulce mientras planeaba mi destrucción. Ella me convenció de que Alejandro me era infiel, me aisló de todos y, en el momento de mi mayor vulnerabilidad, después de dar a luz a mis gemelos, me robó a uno de ellos.
Le hizo creer a Alejandro que yo había intentado matar a nuestro hijo, que estaba loca. Y él, el hombre que juró amarme, le creyó. Me encerró, me arrebató a mi otro bebé y me dejó morir sola y rota en un hospital psiquiátrico, mientras él criaba a mi hijo con Eva, la mujer que me lo había quitado todo.
Pero el destino, o quizás una fuerza que no comprendo, me dio otra oportunidad. Abrí los ojos un día y estaba aquí, de vuelta en el pasado, con mis dos bebés aún a salvo en mi vientre. Con los recuerdos intactos, con el dolor y el odio ardiendo en mi pecho.
Jurpe que esta vez sería diferente. Juré que protegería a mis hijos, que desenmascararía a Eva y que haría que Alejandro pagara por su ceguera y su crueldad.
Por eso intenté retrasar el parto, necesitaba tiempo para pensar, para encontrar una salida. Pero él no me lo permitió.
La puerta de la habitación se abrió de golpe. Dos hombres altos y con cara de pocos amigos, los guardaespaldas de Alejandro, entraron sin decir una palabra.
"Señora, el señor de la Vega ha dado la orden. Es hora."
"No," supliqué, tratando de encogerme en la cama. "Todavía no, por favor, esperen."
No me escucharon. Me agarraron de los brazos con una fuerza que me hizo gemir de dolor. Me levantaron de la cama sin ninguna delicadeza, ignorando mi estado.
"¡Suéltenme! ¡Me están lastimando! ¡Estoy embarazada!"
Me arrastraron por el pasillo, mis pies descalzos resbalando en el suelo pulido. Vi los rostros curiosos y asustados de otras enfermeras y pacientes, pero nadie hizo nada. Eran los hombres de Alejandro de la Vega, y en esta ciudad, su palabra era ley.
Me metieron a la fuerza en el quirófano. La luz blanca y fría me cegó por un momento. El olor a antiséptico me revolvió el estómago. Me amarraron a la camilla, y el pánico se apoderó de mí por completo.
"¡No, por favor, no lo hagan!" grité, mi voz quebrándose por las lágrimas.
Entonces, la puerta se abrió de nuevo. Eva entró, con su cara de ángel y sus ojos llenos de una falsa preocupación. Llevaba un vestido elegante, como si viniera de la fiesta que mostraban en la televisión.
"Sofía, prima, ¿por qué haces esto?" dijo con una voz suave y lastimera. "Solo queremos lo mejor para ti y para los bebés. Alejandro está muy preocupado."
"¡Lárgate de aquí, maldita víbora!" le grité, luchando contra las ataduras. "¡Tú no te acercarás a mis hijos!"
Eva retrocedió, llevándose una mano al pecho como si la hubiera herido profundamente. Sus ojos se llenaron de lágrimas falsas.
"Alejandro," sollozó, mirando hacia la puerta. "Mira cómo está. Está fuera de sí."
Y entonces entró él. Alejandro. Alto, imponente, con su traje caro y su expresión de hielo. Me miró con un desprecio que me heló la sangre.
"¿Todavía sigues con tu teatrito, Sofía?"
Se acercó a la camilla y, sin previo aviso, su mano se estrelló contra mi mejilla. El golpe fue tan fuerte que mi cabeza rebotó contra la camilla y vi estrellas. El sabor metálico de la sangre llenó mi boca.
"¡Eres una vergüenza!" siseó, su rostro a centímetros del mío. "¡Intentando dañar a mis hijos solo para llamar la atención! ¿No tienes límites?"
Miró al anestesiólogo.
"Duérmanla. Hagan lo que tengan que hacer. Y asegúrense de que esos bebés estén bien, lejos de esta loca."
Mis últimas lágrimas rodaron por mis mejillas mientras la aguja entraba en mi brazo. Mi última visión consciente fue la de Alejandro abrazando a Eva, consolándola, mientras ella me miraba por encima de su hombro con una sonrisa de triunfo.
La oscuridad me tragó, y con ella, la esperanza.