El día del examen de admisión para la verdadera escuela de gastronomía, la que importaba, la que definía futuros, la tensión era palpable.
Camila estaba pálida, mordiéndose las uñas hasta sangrar, sabía que esta vez no había trampa posible, era un examen práctico, frente a un jurado.
Yo, por otro lado, me sentía extrañamente tranquila, la cocina era mi refugio, el único lugar donde las reglas eran claras y el resultado dependía solo de mi habilidad.
Los resultados llegaron dos semanas después en dos sobres separados.
Los abrimos en la mesa de la cocina, bajo la atenta mirada de mi padre.
Mi sobre contenía una carta de aceptación con una beca completa, la puntuación más alta de todos los aspirantes.
El sobre de Camila contenía una carta de rechazo.
El silencio fue sepulcral.
Camila rompió a llorar, un llanto escandaloso y victimista.
Mi padre la abrazó, lanzándome una mirada cargada de furia.
Esa noche, me llamó a su estudio, su rostro era una máscara de fría determinación.
"He estado pensando", comenzó, "y he encontrado la solución perfecta, la única solución justa".
Esperé, con un mal presentimiento creciendo en mi estómago.
"Vas a llamar a la escuela mañana y vas a cederle tu lugar a Camila".
El aire se me escapó de los pulmones, por un momento, creí haber oído mal.
"¿Qué?"
"Es lo correcto", continuó, como si estuviera explicando la cosa más lógica del mundo. "Tú ya eres buena, no necesitas esa escuela tanto como ella, esta oportunidad podría cambiarle la vida, darle la confianza que le falta, es tu deber como hermana".
La absurdidad de sus palabras me golpeó con la fuerza de una bofetada, todo el dolor, toda la humillación, toda la rabia reprimida durante años, estalló.
"¿Estás loco?", grité, la voz desgarrada. "¿Estás escuchando la locura que estás diciendo? ¡Me he pasado la vida entera sacrificándome por ella! ¡Estoy enferma por tu culpa! ¡Tengo una enfermedad mental diagnosticada por tu maldita 'igualdad'!".
Su rostro se contrajo de ira, se levantó de su silla y se acercó a mí, por un instante vi un destello de violencia en sus ojos que nunca antes había visto.
"¡No me hables así!", rugió. "¡No te atrevas a usar tus 'problemas' para chantajearme! ¡Todo lo que he hecho ha sido por su bien, por el de las dos!".
En su furia, manoteó y tiró una taza de café que estaba sobre el escritorio, el líquido hirviendo se derramó sobre mi mano y mi antebrazo.
Grité, más por la sorpresa que por el dolor inicial, él pareció reaccionar, su expresión cambió a una de pánico fingido.
"Oh, Dios, Sofía, perdóname, no fue mi intención", dijo, intentando acercarse.
Me aparté de él, acunando mi mano, que ya empezaba a enrojecerse y ampollarse.
"No me toques".
Más tarde, mientras yo me ponía una pomada en la quemadura, que ya era una ampolla enorme y dolorosa, Camila entró en mi cuarto sin tocar.
Tenía una sonrisa satisfecha en el rostro.
"¿Ves? Te lo dije", dijo, su voz era un susurro venenoso. "Para papá, tú y yo siempre seremos lo mismo, no importa cuánto te esfuerces, siempre tendrás que arrastrarme contigo".
"Él quiere que te ceda mi lugar", dije, con la voz muerta.
Ella se encogió de hombros.
"Suena justo".
En ese momento, algo dentro de mí se rompió definitivamente, el último hilo de esperanza, la última pizca de amor filial, se desvaneció.
Miré la ampolla en mi mano, un recordatorio físico y ardiente de su "justicia".
Ya no había nada que salvar, ya no había nada por lo que luchar dentro de esas cuatro paredes.
Con una calma que me asustó a mí misma, me levanté, fui a mi armario y saqué una pequeña mochila, empecé a meter lo poco que consideraba mío: algo de ropa, mi libro de recetas, los antidepresivos.
No había un plan, no había un destino, solo una certeza absoluta.
Tenía que irme, o moriría allí dentro.