La voz de su abuela, siempre un bálsamo, hoy sonaba teñida de una preocupación que solo aumentaba la de Sofía.
"No, abuela. Su teléfono está apagado. Dijo que tenía una reunión importante, algo sobre un contrato millonario para la próxima temporada en la Plaza México."
"Un contrato," resopló la anciana al otro lado de la línea. "Más importante que su mujer a punto de dar a luz, claro que sí."
Justo en ese momento, la puerta principal se abrió con un estruendo. Mateo entró, su traje de luces brillaba débilmente bajo la luz del vestíbulo. No olía a alcohol, olía a un perfume de mujer que no era el de ella. Su rostro, usualmente bronceado y seguro de sí mismo, estaba tenso, sus ojos oscuros la recorrieron con frialdad.
"Sofía, levántate. Nos vamos."
Su tono no admitía réplica.
"¿Irnos? ¿A dónde, Mateo? Mira la hora que es, y yo no me siento bien."
"Nos vamos a la corrida. Ahora."
Él se acercó, su imponente figura proyectando una sombra sobre ella.
"¿A la corrida? ¿Estás loco? ¡Estoy a punto de parir! El médico dijo que debo guardar reposo absoluto."
"El patrocinador principal, el señor Vega, está allí. Su esposa está furiosa por los rumores. Cree que te estoy engañando con Isabella."
Sofía sintió una risa amarga subir por su garganta.
"¿Rumores? Mateo, por favor."
"No me importa lo que creas ahora," la interrumpió él, su voz era un siseo bajo y peligroso. "Ese contrato vale millones. Va a asegurar nuestro futuro, el futuro de nuestro hijo. Ahora mismo, la esposa de Vega cree que Isabella es una trepadora que quiere destruir nuestra familia. Necesito que vayas, que te muestres como la esposa devota y que le pidas perdón a la señora Vega por el 'malentendido'."
Sofía no podía creer lo que oía.
"¿Pedir perdón? ¿Yo? ¿Por tu infidelidad?"
"¡No es una infidelidad si no significa nada!", gritó él, perdiendo la compostura por un segundo. "Es solo una distracción. Tú eres mi prometida, la madre de mi hijo. Ahora, haz lo que te digo. Ponte de rodillas frente a ella si es necesario. Salva mi carrera."
La abuela, que había llegado a la casa presintiendo el desastre, se interpuso entre ellos.
"¡No la tocarás, desgraciado! ¿No ves que está a punto de dar a luz? ¡Eres un monstruo!"
Mateo la apartó con un empujón brusco.
"Usted no se meta, vieja."
Luego, agarró a Sofía del brazo, su fuerza era brutal. La arrastró fuera de la casa, hacia el coche que esperaba con el motor en marcha. El viaje a la plaza de toros fue un silencio tenso y pesado. Al llegar, el ruido de la multitud y la música la golpearon como una pared. Mateo la guio a través de los pasillos hasta el palco de honor, donde el señor Vega y su esposa los esperaban con rostros de piedra.
"Mateo, tu prometida," dijo la señora Vega, su voz goteando veneno.
Mateo apretó el brazo de Sofía.
"Hazlo," susurró en su oído.
Sofía miró a la mujer, al hombre a su lado, a la multitud indiferente abajo. Y entonces, sintió una punzada aguda y terrible en el bajo vientre, un dolor que le robó el aliento. Sintió un calor húmedo correr por sus piernas.
"Mateo," jadeó, el pánico apoderándose de ella. "El bebé."
Pero él solo la miraba con ojos de acero.
"Hazlo ahora, Sofía."
Con las lágrimas corriendo por su rostro y el dolor desgarrándola por dentro, Sofía se obligó a doblar las rodillas. Cayó pesadamente al suelo, el mundo girando a su alrededor.
"Señora Vega... yo... lo siento..."
No pudo terminar. Un grito de agonía escapó de sus labios mientras una nueva oleada de dolor la inundaba. La sangre manchaba su vestido blanco. El caos estalló. La gente gritaba, los fotógrafos corrían.
Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue el rostro de Isabella, de pie en un rincón del palco, con una sonrisa triunfante. Un susurro helado pareció llegar a sus oídos por encima del tumulto.
"Ese bastardo nunca nacerá para arruinar mis planes."
Despertó en una habitación de hospital blanca y estéril. El silencio era antinatural. Su vientre estaba plano. Vacío. Una enfermera entró con una expresión de profunda pena.
"Lo siento mucho, señora. Hicimos todo lo que pudimos, pero... perdió al bebé."
El mundo de Sofía se derrumbó. Un sollozo seco y desgarrador se atoró en su garganta. No había lágrimas, solo un vacío inmenso. En la televisión colgada en la pared, un programa de chismes mostraba fotos. Fotos de Mateo e Isabella, en la playa, en un yate, besándose apasionadamente. Las fotos eran recientes, tomadas mientras ella sufría los últimos y dolorosos meses de su embarazo. El titular decía: "El Torero y la Bailaora: Un Amor Prohibido Sale a la Luz".
La puerta se abrió y su abuela entró, con los ojos rojos e hinchados.
"Mi niña... mi pobre niña..."
"Abuela," dijo Sofía, su voz era un susurro roto. "Sácame de aquí. No quiero volver a ver a ese hombre nunca más. No quiero ver a mi hijo."
"Sofía, no digas eso. El niño te necesita. Es tu hijo."
"Ese niño es la razón por la que perdí a mi otro bebé," dijo Sofía, su corazón convirtiéndose en una piedra de hielo. "Es el recordatorio de todo este infierno. No puedo. Simplemente no puedo verlo."
En ese momento, Mateo irrumpió en la habitación, su rostro era una máscara de furia. No preguntó por ella, no preguntó por el bebé que habían perdido.
"¿Viste lo que hiciste?", gritó, agitando su teléfono frente a su cara. "¡Estamos en todos los noticieros! ¡Mi carrera está acabada! ¡Todo por tu maldito drama!"
La abuela se levantó, temblando de rabia.
"¡Lárgate de aquí, animal!", le gritó. "¿No tienes vergüenza? ¡Acaba de perder a tu hijo por tu culpa y vienes a gritarle! ¡Eres la peor escoria que he conocido!"
Mateo la ignoró, sus ojos fijos en Sofía.
"Arruinaste todo. Todo."
Entonces se dio la vuelta y se fue, dejando tras de sí un rastro de devastación y un silencio que pesaba más que cualquier grito. Sofía cerró los ojos. Ya no sentía nada. Solo un frío profundo y una decisión inquebrantable. Tenía que desaparecer.