Un millón de pesos. El precio de un bebé muerto. El precio de su humillación. Sin siquiera pensarlo, transfirió el dinero de vuelta. No quería su dinero. No quería nada de él.
Esa noche, oyó voces en la sala. La risa de una mujer, una risa que conocía demasiado bien. Bajó las escaleras lentamente, el corazón latiendo con un ritmo sordo y pesado.
Allí estaban. Mateo e Isabella, sentados en el sofá que ella había elegido, bebiendo el vino caro que le habían regalado en su boda. Isabella llevaba uno de sus vestidos de seda.
"Vaya, vaya, miren quién decidió unirse a nosotros," dijo Isabella, su voz llena de un regodeo venenoso. "La reina del drama. ¿Te sientes mejor, querida? Oí que tuviste un... pequeño accidente."
Mateo ni siquiera la miró.
"Déjala en paz, Isabella."
"Oh, vamos, Mateo. Solo estoy siendo amable," ronroneó ella, pasando una mano por su pecho. "Después de todo, ahora yo soy la señora de la casa. Alguien tiene que poner orden."
Sofía se quedó allí, mirándolos. Esperaba sentir rabia, dolor, celos. Pero no sintió nada. Era como ver una película mala, con actores terribles.
"¿Terminaste?", preguntó Sofía, su voz era monótona, carente de emoción.
Isabella pareció sorprendida por su falta de reacción.
"¿Perdón?"
"Pregunté si ya terminaste tu actuación. Es bastante patética, incluso para ti."
La sonrisa de Isabella vaciló. Se levantó, acercándose a Sofía hasta que sus rostros estuvieron a centímetros de distancia.
"Escúchame bien, estúpida. Mateo es mío. Esta casa es mía. Toda su fortuna será mía. Tú no eres nada. Solo un error que él está a punto de corregir."
Sofía la miró directamente a los ojos.
"Puedes quedarte con la basura," dijo tranquilamente. "Yo ya terminé con ella."
Se dio la vuelta para irse, pero Isabella no había terminado. De repente, soltó un grito agudo. Sofía se giró justo a tiempo para ver a Isabella estrellar un jarrón de cristal contra el suelo y luego, con una rapidez increíble, agarrar uno de los fragmentos más grandes y pasárselo por el brazo, abriéndose un corte superficial pero sangriento.
"¡Ayuda! ¡Me está atacando! ¡Está loca!", gritó Isabella, cayendo al suelo y sollozando dramáticamente.
Mateo saltó del sofá, sus ojos llenos de una furia ciega. Vio a Sofía de pie, el fragmento de vidrio en el suelo cerca de ella, y a Isabella sangrando y llorando. No necesitó más.
"¡¿Qué diablos te pasa?!", rugió, abalanzándose sobre Sofía.
No la golpeó. La empujó. Con toda su fuerza. Sofía perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, su cabeza golpeando violentamente contra el borde afilado de la mesa de centro. El dolor fue una explosión blanca detrás de sus ojos.
"¡Está tratando de matarme, Mateo! ¡Te lo dije!", gemía Isabella desde el suelo.
Mateo corrió hacia Isabella, levantándola en sus brazos con cuidado.
"Tranquila, mi amor, tranquila. Estoy aquí. Llamaré a una ambulancia."
Ignoró por completo a Sofía, que yacía en el suelo, aturdida, con un hilo de sangre comenzando a bajar por su sien. Lentamente, Sofía se sentó. El dolor en su cabeza era punzante, pero el dolor en su corazón era inexistente. Se había extinguido.
Con una calma aterradora, se puso de pie. Vio los moretones que ya se formaban en sus brazos por el empujón de Mateo. Vio el corte en su cabeza reflejado en el espejo oscuro de la televisión apagada. Cogió una servilleta y se la presionó contra la herida.
Mateo, mientras hablaba por teléfono con los servicios de emergencia, la vio. Por un momento, una extraña expresión cruzó su rostro. ¿Era preocupación? ¿Culpa?
"¿Qué estás mirando?", le preguntó Sofía, su voz helada.
Él colgó el teléfono.
"Mira lo que me obligas a hacer, Sofía. Te estás volviendo loca. Peligrosa."
"¿Yo soy la peligrosa?", rio ella, una risa sin alegría. "Tú me empujaste. Tú me hiciste esto."
Él miró la herida en su cabeza, luego los moretones en sus brazos.
"Son solo rasguños. Siempre exageras todo. Isabella, en cambio, está realmente herida. Necesita un médico."
La ambulancia llegó. Los paramédicos entraron y fueron directamente hacia Isabella, quien continuaba con su actuación de víctima moribunda. Mateo la acompañó, lanzándole a Sofía una última mirada de desprecio.
"Cuando regrese, quiero que te hayas ido," le espetó. "Voy a llamar a mis abogados. Te quedarás sin nada."
La puerta se cerró, dejándola sola en la casa silenciosa, con el olor a sangre y perfume barato en el aire. Sofía se miró en el espejo. Vio a la mujer con la cabeza sangrando, los ojos vacíos y los labios apretados en una línea delgada. Y por primera vez en mucho tiempo, sonrió. Una sonrisa lenta, fría y llena de promesas.
"Oh, Mateo," susurró al reflejo. "El que se va a quedar sin nada eres tú."