La Tristeza Del Fantasma
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Capítulo 1

Floto en el aire, una sombra sin peso, y observo la escena que se desarrolla debajo de mí.

Isabella, mi esposa, acuna a un bebé recién nacido en sus brazos, su rostro iluminado por una felicidad que nunca le vi mostrar conmigo, ni siquiera en los mejores momentos.

Junto a ella está Ricardo, su amante, el hombre por el que me dejó morir. Él le rodea los hombros con un brazo, su sonrisa es la de un rey que ha conquistado un nuevo reino.

La habitación está llena de gente, amigos que alguna vez fueron míos también, familiares que me llamaban "hijo". Ahora, todos celebran la llegada de este nuevo niño, el fruto de una traición.

"Isabella, te ves radiante", dice una de sus amigas, "Ricardo te ha dado la vida que te mereces, no como ese bailarín bueno para nada".

"Sí, Miguel solo sabía zapatear y soñar", añade otro, "nunca entendió lo que una mujer como tú necesita. Riqueza, seguridad, un hombre de verdad".

Cada palabra es un eco hueco en mi existencia fantasmal, cada risa una burla a mi memoria. Los veo brindar con champán, celebrando sobre mi tumba invisible. Me siento como un alma en pena, atrapado en el purgatorio de sus mentiras, obligado a presenciar el festín de los que me destruyeron.

Isabella suspira, fingiendo una melancolía que sé que no siente.

"A veces me pregunto dónde estará Miguel", dice en voz baja, asegurándose de que todos la escuchen. "Simplemente desapareció. Después de nuestra última discusión, se fue sin decir nada. Tan irresponsable como siempre".

Ricardo la consuela, besando su frente.

"No pienses en él, mi amor. Eligió su camino. Si algún día quiere volver, tendrá que arrodillarse y pedir perdón por haberte abandonado".

La crueldad de sus palabras me deja helado, incluso sin un cuerpo que pueda sentir el frío. ¿Pedir perdón yo? ¿Por haber sido traicionado y dejado a mi suerte en medio de la nada?

Un recuerdo me asalta, vívido y doloroso. La noche del accidente. La lluvia torrencial, el coche derrapando por la carretera mojada. Isabella conducía, su rostro tenso por la discusión que habíamos tenido. Había descubierto sus mensajes con Ricardo.

El coche se estrelló contra un árbol. Sentí un dolor agudo en el pecho, y luego, nada. Cuando abrí los ojos, vi a Isabella salir ilesa del coche. Me miró, tirado en el asiento del copiloto, sangrando. No había piedad en sus ojos, solo cálculo frío.

Detrás de nosotros, otro coche se detuvo. Era Ricardo. Ella corrió hacia él, se subió a su coche y se fueron, dejándome morir en la oscuridad.

Mi alma se desprendió de mi cuerpo en ese momento, y desde entonces he estado aquí, atado a ella, a mi asesina, obligado a ser testigo de su felicidad construida sobre mi muerte.

Isabella mira al bebé y le susurra: "Eres mi milagro, mi pequeño. Tu papi Ricardo hizo todo lo posible para que estuviéramos juntos".

Otro recuerdo me golpea, uno más antiguo. Recuerdo las noches que pasé en vela, rezando por ella en la capilla del hospital cuando le diagnosticaron una rara condición cardíaca. Recuerdo haber vendido mi estudio de baile, mi sueño, para pagar sus tratamientos. Recuerdo haber firmado los papeles para donar una parte de mi hígado para salvar a su padre, un sacrificio que ella minimizó como "un deber de yerno".

Ella no sabe, o ha elegido olvidar, que la razón por la que pudo tener a ese bebé no fue por un milagro de Ricardo, sino por el costoso tratamiento experimental que pagué con el sudor de mi frente, un tratamiento que la curó por completo.

Un familiar se acerca y le dice: "Isabella, eres tan fuerte. Después de todo lo que sufriste con tu enfermedad, y cómo Ricardo te apoyó en todo, te mereces esta felicidad".

Isabella sonríe, una sonrisa de mártir.

"Ricardo es mi salvador. Su amor me curó. Miguel nunca hubiera hecho tanto por mí".

La mentira es tan descarada, tan absoluta, que siento una furia impotente. Ella no solo me mató, está borrando cada rastro de mi amor, de mi sacrificio, reescribiendo la historia para ser la víctima y la heroína de su propio cuento de hadas.

Permanezco en la esquina de la habitación, invisible, inaudible, un fantasma obsesionado no por la venganza, sino por la verdad. Y mientras los veo celebrar, una nueva alma entra en la escena, una joven bailaora que enciende la televisión en la sala contigua.

En la pantalla aparece un reportaje sobre leyendas del flamenco. Y de repente, mi rostro llena la pantalla. Era una grabación de mi última gran actuación. La joven, Sofía, mira la pantalla con una admiración que me conmueve.

"Era un genio", murmura ella. "Se dice que desapareció después de una pelea con su esposa. Nadie sabe qué fue de él".

Isabella, al escuchar mi nombre, se tensa. Su mirada se cruza con la de Ricardo. Hay un destello de pánico en sus ojos antes de que lo oculte con una sonrisa.

"Un artista torturado", dice Isabella en voz alta para que Sofía la oiga. "Era brillante, pero inestable. Me rompió el corazón, pero tuve que seguir adelante".

Sofía la mira, y por primera vez, veo una semilla de duda en los ojos de la joven. Ella no conoce la verdad, pero su instinto, su conexión con el arte que yo tanto amaba, le dice que algo no cuadra.

Y en ese momento, una extraña calma me invade. Mi alma no puede descansar, no todavía. Pero quizás, solo quizás, no estoy solo en esta lucha. El arte, mi arte, ha sobrevivido. Y a través de él, tal vez mi legado, y la verdad de mi muerte, también puedan hacerlo. Mi alma encontrará la paz, pero primero, la justicia debe encontrar su voz. Y esa voz, siento, podría ser el zapateado de esa joven bailaora.

            
            

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