La noche de la fiesta, la mansión está llena de la élite de la ciudad. Fotógrafos, periodistas, empresarios. Isabella lleva un vestido deslumbrante, el diamante de Ricardo brilla en su dedo anular. Lo ha aceptado, o al menos, ha aceptado jugar el papel.
Sofía y Mateo también están allí. No fueron invitados, pero consiguieron pases de prensa gracias a un amigo periodista. Se mueven entre la multitud, observando, escuchando.
En el punto álgido de la noche, Ricardo toma un micrófono y sube a un pequeño escenario.
"Amigos, gracias a todos por venir y por su generosidad", comienza, su voz resonando con falsa calidez. "Esta noche es especial por muchas razones, pero sobre todo, porque quiero compartir con ustedes mi inmensa felicidad".
Hace una seña a Isabella para que suba con él. Ella lo hace, con una sonrisa ensayada.
"Como muchos de ustedes saben, Isabella ha pasado por momentos muy difíciles", continúa Ricardo, mirándola con una adoración fingida. "Pero su fuerza y su corazón puro la han guiado hacia la luz. Y yo soy el hombre más afortunado del mundo porque esa luz ahora brilla para mí. Por eso, delante de todos ustedes, quiero pedirle a esta increíble mujer que sea mi esposa".
Se arrodilla de nuevo, esta vez frente a cientos de personas y cámaras. Es una trampa perfecta. Rechazarlo ahora sería un escándalo monumental.
La multitud aplaude, esperando el "sí" de Isabella. Pero ella se queda paralizada. Sus ojos recorren la sala y, por un instante, parece que me busca entre la multitud. Su sonrisa flaquea.
"Ricardo... yo...", balbucea.
Sofía, desde un rincón, la observa con intensidad. Sabe que este es un momento crucial.
Isabella respira hondo. La presión es inmensa. Pero entonces, algo inesperado sucede. Su mirada se fija en Sofía, y en el rostro de la joven bailaora ve una réplica de mi propia pasión, de mi integridad. Es como si me viera a mí, a través de ella.
"No puedo", susurra Isabella, apenas audible.
Ricardo frunce el ceño. "¿Qué?".
"No puedo", repite ella, esta vez más alto. La multitud murmura, confundida. "Lo siento, Ricardo. No puedo casarme contigo".
Se quita el anillo y se lo pone en la mano.
"Miguel se enfadaría", dice, y esta vez no suena a excusa, sino a una verdad que se ha abierto paso a través de capas de mentira y miedo.
Se baja del escenario y camina rápidamente a través de la multitud atónita, dejando a un Ricardo humillado y furioso.
Yo, el fantasma, estoy estupefacto. No esperaba esto. Una parte de ella, una pequeña y enterrada parte, todavía me es leal. O quizás, le es leal al recuerdo de lo que una vez fuimos, antes de que la ambición la envenenara.
Sofía y Mateo intercambian una mirada de asombro. Esto cambia todo.
Más tarde esa noche, en la mansión ahora silenciosa, la confrontación entre Isabella y Ricardo es brutal.
"¡¿Cómo te atreviste a humillarme así?!", grita Ricardo, su cara roja de ira.
"¡No podía hacerlo!", responde ella, temblando. "¡Sentí... sentí que él estaba allí, mirándome! ¡No puedo construir nuestra vida sobre su tumba!".
"¡No seas estúpida! ¡Él no está en ninguna parte!", ruge Ricardo. "¡Son solo tus nervios! ¡Esa bailarina te está metiendo ideas en la cabeza!".
"Tal vez tiene razón", dice Isabella, su voz ganando fuerza. "Tal vez algo le pasó. Tal vez deberíamos haber llamado a la policía esa noche".
"¡Cállate!", la abofetea Ricardo. Un golpe seco y violento.
Isabella cae al suelo, con la mano en la mejilla, mirándolo con una mezcla de miedo y odio. El encanto de Ricardo se ha desvanecido por completo, revelando al monstruo que hay debajo.
"Escúchame bien", sisea él, inclinándose sobre ella. "Estás en esto tanto como yo. Si yo caigo, tú caes conmigo. Así que deja de actuar como una santa arrepentida. Mañana por la mañana, le dirás a la prensa que fue un ataque de pánico, que por supuesto te casarás conmigo. ¿Entendido?".
Isabella no responde, solo llora en silencio.
La duda, sin embargo, ha echado raíces en ella. Al día siguiente, no habla con la prensa. Se encierra en su habitación. Llama a su asistente, Carlos.
"Carlos, necesito que seas honesto conmigo", le dice por teléfono, su voz temblorosa. "¿Qué pasó realmente con Miguel después de que nos fuéramos? ¿Estás seguro de que simplemente se fue?".
"Señora, por supuesto", responde Carlos, aunque yo puedo sentir su nerviosismo a través del teléfono. "Se levantó, nos insultó y se fue caminando por la carretera. Eso es lo que pasó".
"No te creo", dice Isabella. "Hay algo que no me estás contando".
Cuelga el teléfono y toma una decisión. Agarra las llaves de uno de los coches, uno que Ricardo no usa a menudo. Sin decirle a nadie, sale de la mansión.
Sé a dónde va. Va al lugar del accidente. Va a buscar respuestas por sí misma.
Yo la sigo, un espectro arrastrado por su repentina búsqueda de la verdad.
Llega al barranco al anochecer. El lugar está silencioso y lúgubre. El coche destrozado ya no está, se lo llevó la policía. Pero la cicatriz en el árbol sigue allí.
Isabella baja con cuidado por la pendiente, usando la luz de su teléfono para guiarse. Está asustada, pero decidida.
"Miguel...", susurra en la oscuridad. "¿Estás aquí?".
Su pie tropieza con algo duro. Apunta la luz hacia abajo.
Es un hueso. Parte de un esqueleto humano, semienterrado en la tierra y las hojas. Y justo al lado, brillando débilmente bajo la luz del teléfono, hay algo metálico.
Se agacha, con la mano temblando, y lo recoge.
Es mi anillo de bodas. La inscripción en el interior es inconfundible: "Para siempre tuyo, M."
Se queda mirando el anillo, y luego los huesos. La verdad, fría y horrible, está justo delante de ella. No me fui. Morí aquí. Solo. Abandonado por ella.
Pero incluso ahora, su mente se resiste. La negación es un escudo poderoso.
"No... no puede ser", murmura, sacudiendo la cabeza. "Es una broma. Una broma de mal gusto de Miguel. Dejó esto aquí para asustarme. ¡Qué cruel eres, Miguel! ¡Siempre tan dramático!".
Se pone de pie, todavía aferrada a la mentira porque la verdad es demasiado monstruosa para soportarla. Pero el anillo en su mano es una prueba irrefutable, un peso que la arrastrará hacia el fondo de su propia conciencia.