La Curandera Humillada, Venganza
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Capítulo 1

La música estaba tan fuerte que sentía el bajo retumbar en mi pecho, cada golpe era un recordatorio de que debía estar feliz, pero no lo estaba, una ansiedad fría se arrastraba por mi columna, la misma columna que yo había sanado.

Alejandro, mi prometido, el hombre cuya vida había salvado, estaba de pie en un pequeño escenario improvisado en el jardín de su hacienda, con una copa de champán en la mano y una sonrisa que no le llegaba a los ojos.

"¡Amigos, familia! Gracias por venir esta noche a celebrar mi total recuperación", su voz resonó a través de los altavoces, fuerte y segura, la voz de un hombre que nunca había conocido un día de debilidad, se me revolvió el estómago al escucharlo.

Los aplausos estallaron entre los invitados, la crema y nata de la comunidad agrícola, hombres y mujeres poderosos que manejaban la tierra, pero no conocían sus secretos como yo.

"Y para celebrar", continuó Alejandro, su mirada encontrando la mía entre la multitud, "tenemos una cena muy especial, una cena que debemos agradecerle a mi querida prometida, Sofía".

Sentí un nudo en la garganta, él sabía que yo no comía frente a multitudes, que mis tradiciones eran diferentes.

Unos camareros aparecieron, pero no traían platillos, sino carritos de plata cubiertos con cúpulas relucientes, debajo de ellas, no había comida, sino macetas.

Eran cien macetas idénticas, cada una con una hierba verde y frondosa.

Y tres de ellas eran mías.

Eran nuestras.

"Sofía dice ser una curandera", la voz de Alejandro goteaba un desprecio que nunca antes había escuchado, "dice que estas tres hierbas, cultivadas con métodos... ancestrales, me curaron".

A su lado, su hermanastra, Camila, sonreía, una sonrisa de víbora satisfecha, había sido ella, ella le había metido esas ideas en la cabeza, había envenenado su mente contra mí durante los meses que tardaron las hierbas en crecer.

"Pero yo soy un hombre de ciencia, un empresario agrícola, creo en lo que puedo ver y probar", dijo Alejandro, levantando una de las macetas, "así que esta noche, jugaremos un juego".

El corazón se me detuvo.

"Sofía", me llamó, su voz era un látigo, "ven aquí y muéstranos tu magia, encuentra tus tres hierbas especiales entre estas cien, tienes tres oportunidades".

La multitud murmuró, luego algunos soltaron risitas, esperando el espectáculo.

"Alejandro, por favor, no hagas esto", susurré, caminando hacia él, mi voz temblaba, "no entiendes, ellas son..."

"¿Qué son, Sofía? ¿Plantas? ¿Hierbas?", se burló.

Negué con la cabeza, las lágrimas quemándome los ojos.

"Son nuestros hijos", le dije, mi voz apenas un hilo, "los creé con mi sangre para salvarte, aún son jóvenes, pronto revelarán su verdadero poder".

Su risa fue cruel y resonó en todo el jardín, los invitados se unieron a él, sus carcajadas eran como piedras que me golpeaban.

"¡Hijos! ¡Qué ridícula!", exclamó, "¡Deja de decir tonterías y juega! O si no..."

Señaló una gran hoguera que ardía alegremente al fondo del jardín, preparada para la barbacoa de más tarde.

"Si fallas, si no puedes encontrar tus 'hijos' milagrosos, entonces todas estas hierbas serán quemadas, probaremos de una vez por todas que no son más que simple maleza".

El terror me heló la sangre.

Quemarías.

Quemarías a nuestros hijos.

            
            

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