En el descanso, iba camino a la biblioteca, con la cabeza gacha, repasando mis apuntes. No vi quién venía en dirección contraria hasta que fue demasiado tarde. Choqué contra alguien y mis libros, mis apuntes, mi vida entera pareció esparcirse por el suelo del pasillo.
"Fíjate por dónde vas", dijo una voz arrastrada y molesta.
Levanté la vista. Era Diego. Estaba parado frente a mí, mirándome con fastidio.
Me arrodillé de inmediato, sintiendo la cara arder de vergüenza. Mi cuerpo temblaba de debilidad.
"Perdón, yo... no te vi", balbuceé, mientras intentaba juntar mis hojas.
Él se quedó ahí, mirándome desde arriba. Por un segundo, una parte estúpida de mí esperó que se agachara a ayudarme. Que me ofreciera su mano.
Entonces lo escuché. Su pensamiento, tan claro y cruel como el día anterior.
Genial. Lo que me faltaba. La chica rara de los tacos tirada a mis pies. Qué patética se ve. Ni siquiera puedo fingir que me importa.
Una nueva oleada de náuseas me subió por la garganta. El mundo empezó a dar vueltas. Las voces del pasillo se mezclaron con el zumbido en mi cabeza. Me apoyé en el suelo con una mano para no caerme.
"¿Estás bien? Te ves pálida", dijo en voz alta, con un tono de falsa preocupación que ahora me resultaba repulsivo.
No pude responder. Intenté ponerme de pie, pero mis piernas no me respondían. El sudor frío me recorría la frente. La humillación era tan grande, tan física, que sentía que me ahogaba.
La campana sonó, anunciando el fin del descanso. Los estudiantes empezaron a caminar a nuestro alrededor, algunos se reían por lo bajo. Yo seguía en el suelo, rodeada de mis apuntes, sintiéndome la persona más pequeña y estúpida del mundo.
Recordé el sabor de los tacos del día anterior. La salsa de habanero, la carne grasosa. Me arrepentí tanto de habérmelos comido. No por la enfermedad, sino porque esa intoxicación me había puesto en esta situación, débil y vulnerable, justo frente a él. Justo en el peor momento posible.
La primera vez que lo vi en la prepa, parecía un príncipe. Alto, seguro, con una sonrisa que desarmaba a cualquiera. Todas las chicas suspiraban por él. Yo también, en secreto, desde mi rincón en el salón. Me conformaba con verlo de lejos, con admirar su foto en el anuario. Un amor platónico, inofensivo.
Ahora, ese recuerdo se sentía sucio. Contaminado por la verdad de sus pensamientos.
Alguien me ofreció una mano. No era él. Era mi amiga Clara.
"Sofía, ¿qué pasó? ¿Estás bien?", me preguntó, ayudándome a levantar.
Diego ya se había ido. Ni siquiera se molestó en quedarse a ver si estaba bien de verdad.
"Sí, solo me mareé un poco", mentí, recogiendo mis cosas con manos temblorosas. "No es nada".
Pero era todo. Era el final de algo que nunca había empezado. Y el comienzo de un dolor que no sabía cómo iba a soportar. Esa noche, en mi cuarto, escuchaba a mis compañeras de dormitorio hablar de él, de su último partido, de lo guapo que era. Me puse los audífonos y subí la música al máximo. Pero no podía escapar de su voz en mi cabeza. Estudié hasta las tres de la mañana, llenando cuadernos con fórmulas de química, intentando ahogar mis pensamientos con conocimiento. Pero cada vez que cerraba los ojos, veía su cara de desprecio y escuchaba su voz llamándome patética. Patética. Quizás lo era.