Empecé a pensar en mi relación, o la falta de ella, con Diego. Nunca habíamos hablado de verdad. Nunca habíamos compartido nada. Yo me había enamorado de una cara bonita y de la idea de popularidad. Era un amor vacío, sin cimientos. Y ahora que sabía la verdad sobre él, se sentía aún más hueco.
Le pedí permiso a mi tutora para saltarme las clases de educación física por un par de semanas, usando la intoxicación como excusa. Ya no tenía que verlo en la cancha de fútbol, ya no tenía que fingir que no me importaba. Empecé a usar ese tiempo para ir a un taller de cocina que ofrecían como actividad extracurricular. Era mi pequeño secreto, mi refugio.
"Oye, te ves diferente", me dijo Clara un día en la cafetería. "Más... no sé, más ligera. Como si te hubieras quitado un peso de encima".
Sonreí. "Dejé de madrugar para ver entrenar a cierto futbolista. Resulta que dormir ocho horas hace maravillas".
Clara se rió. "¡No me digas que por fin superaste a Diego! ¡Aleluya!".
"¿Superar qué? Nunca hubo nada que supe...".
"Sofía, necesito que vengas conmigo".
La voz de Diego me interrumpió. Estaba parado junto a nuestra mesa. Clara y yo nos quedamos heladas.
"Estoy ocupada", respondí, sin mirarlo.
"Es importante. La maestra de literatura quiere verte. Me pidió que te buscara".
Era una excusa tan obvia. Pero no podía negarme si involucraba a una maestra.
"Voy en un minuto", dije.
"Dijo que ahora". Su tono era insistente.
Suspiré, fastidiada. "Ok, vamos".
Me levanté y caminé delante de él, a un paso rápido. Mantuve la distancia, consciente de cada centímetro que nos separaba. No hablamos en todo el camino a la sala de maestros.
Al llegar, la maestra de literatura no estaba sola. Valeria estaba sentada frente a su escritorio, con los ojos rojos, como si hubiera estado llorando. La maestra nos miró a los tres con una expresión grave.
"Sofía, siéntate por favor", dijo.
Me senté, sintiendo un nudo de ansiedad en el estómago. Miré a Diego. Él no me miraba a mí. Miraba a Valeria, y en su cara había una expresión de genuina preocupación. Era la misma cara que yo había deseado que pusiera por mí.
"Valeria tiene una acusación muy seria que hacer", comenzó la maestra. "Dice que le robaste un collar de su casillero".
La miré, incrédula. Valeria me sostuvo la mirada, y en sus ojos vi una malicia triunfante.
"Eso no es verdad", dije, mi voz apenas un susurro.
"Ella dice que te vio cerca de su casillero esta mañana", continuó la maestra. "Y el collar desapareció justo después".
"Yo no robé nada".
"¿Por qué te creeríamos a ti?", saltó Valeria, su voz llena de lágrimas falsas. "¡Ese collar era de mi abuela! ¡Y tú siempre me has odiado porque estoy cerca de Diego!".
Miré a Diego, esperando que dijera algo. Que la detuviera. Que dijera la verdad. Pero él solo miraba a Valeria, con esa expresión de angustia que me partía el alma, no por celos, sino por la confirmación final. Él siempre la elegiría a ella. Su lealtad no era para la justicia, era para ella.