El Circo de la Infidelidad
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Capítulo 2

Conduje por las calles de la Ciudad de México con una calma aterradora. No había lágrimas, solo una determinación de acero. Cada semáforo en rojo era una tortura, una pausa forzada en mi camino hacia la verdad. Al llegar a mi calle, estacioné el coche a una cuadra de distancia, no quería que el sonido del motor los alertara. Caminé en silencio, la llave de la casa fría en mi mano temblorosa.

La música se oía desde la acera. Era una de esas canciones de reguetón que Elena siempre ponía. Me acerqué a la ventana del salón y miré por una pequeña rendija entre las cortinas. La escena era peor de lo que había imaginado. No era solo una fiesta, era una celebración en toda regla. Había globos, serpentinas y al menos veinte personas bebiendo y bailando en mi sala.

Y entonces los vi. Mateo tenía a Elena acorralada contra la pared del fondo, sus manos en su cintura, sus labios moviéndose sobre los de ella en un beso profundo y apasionado. La gente alrededor vitoreaba, gritando "¡Feliz cumpleaños, Elena!" y "¡Que vivan los novios!". Alguien le pasó a Mateo una copa de champán, él se separó de Elena solo lo suficiente para tomar un sorbo y luego volver a besarla, derramando parte del líquido sobre el costoso tapete persa. El asco y la furia me subieron por la garganta.

Introduje la llave en la cerradura con un cuidado infinito y giré el pomo. La puerta se abrió sin hacer ruido. Entré y la cerré detrás de mí. Nadie se dio cuenta. La música estaba demasiado alta, todos estaban demasiado borrachos, demasiado absortos en la celebración de la traición. Caminé lentamente hacia el centro de la sala, mis ojos fijos en la pareja.

Fue Mateo quien me vio primero. Su sonrisa se congeló, sus ojos se abrieron como platos y su rostro perdió todo el color. Soltó a Elena como si quemara. Ella, confundida por su reacción, se giró y me vio. Su boca se abrió en una "o" de sorpresa.

No dije una palabra. Avancé los últimos pasos que me separaban de él y, con toda la fuerza que pude reunir, mi mano se estrelló contra su mejilla. El sonido de la bofetada fue seco y rotundo, un "¡PLAP!" que pareció cortar la música. No me detuve. Inmediatamente, mi otra mano siguió, golpeando su otra mejilla con la misma fuerza. "¡PLAP!".

El silencio cayó sobre la habitación de forma instantánea. La música seguía sonando, pero nadie se movía. Nadie hablaba. Todas las miradas estaban fijas en nosotros tres, congelados en una postal de humillación y descubrimiento. El aire se llenó de una tensión palpable, espesa. La fiesta había terminado.

            
            

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