Así que aceptamos. Era un proceso frío, clínico, que nos alejó aún más. Yo entregaba mi muestra, ella sus óvulos, y luego esperábamos el milagro de la ciencia.
Una tarde, mientras esperaba a Sofía en la clínica, su teléfono, que había dejado en el asiento del coche, vibró. El nombre en la pantalla era "El Toro" Sánchez. Mi sangre se heló. "El Toro" no era un nombre cualquiera, era mi antiguo rival del ring, el hombre al que le había arrebatado el campeonato y el honor hace más de veinticinco años.
No pude evitarlo. Deslicé el dedo y abrí el mensaje.
"Mi amor, ¿ya está todo listo? Asegúrate de que el doctor cambie la muestra. No quiero que mi hijo lleve la sangre de ese muerto de hambre. Nuestro campeón necesita el ADN de un verdadero toro, no de un halconcito asustado."
El mundo se detuvo. Mi esposa, la mujer con la que estaba construyendo una familia, no solo me engañaba, sino que planeaba robarme la paternidad. Quería que el hijo que yo criaría, el heredero del imperio de mariachis de los Vargas que yo ahora dirigía, fuera en realidad de mi peor enemigo.
Sentí una furia helada recorrer mis venas, pero en el ring aprendí a no mostrar debilidad. La mejor defensa es un ataque que nadie ve venir.
No dije nada.
Entré a la clínica, saludé al doctor con una sonrisa y, cuando nadie miraba, entré al laboratorio. La muestra de "El Toro" estaba allí, claramente etiquetada. Con la misma rapidez con la que esquivaba un gancho, la cambié por la mía. Pero eso no era suficiente. La traición de Sofía merecía una respuesta a su altura.
En un congelador cercano, bajo un código que yo conocía muy bien, estaban los óvulos de Carmen Flores, mi exnovia, mi verdadero amor. Una bailarina de flamenco con fuego en la sangre, a quien "El Toro" había dejado en coma tras una brutal paliza hacía años, justo antes de nuestra última pelea. Yo había pagado por la preservación de sus óvulos con la esperanza de que algún día despertara.
Con un movimiento rápido, tomé uno de los óvulos de Carmen y lo puse en el lugar del de Sofía.
Nadie se dio cuenta. Sofía criaría a mi hijo, un hijo de mi sangre y de la mujer que amaba, pensando que era el hijo de su amante.
Veinticinco años después, ese hijo, Mateo, era mi orgullo. Un mariachi talentoso, con una voz que podía romper corazones y un carácter tan fuerte como el mío. Era mi vivo retrato, aunque todos lo atribuían a la casualidad.
La calma se rompió en la fiesta de quinceañera de mi sobrina. El jardín de la hacienda Vargas estaba lleno de música de mariachi, risas y el olor a mole. Mateo, vestido con su traje de charro bordado en plata, era el centro de atención.
De repente, la música se detuvo.
"El Toro" Sánchez apareció en la entrada. Gordo, sudoroso, pero con la misma arrogancia de siempre.
Avanzó directamente hacia nosotros, con una sonrisa torcida.
"Vaya, vaya, Ricardo. Veo que has cuidado bien de mi muchacho."
Mateo lo miró, confundido.
"Disculpe, señor, ¿lo conozco?"
"El Toro" soltó una carcajada que retumbó en todo el jardín.
"Claro que no me conoces, pero conoces mi sangre. ¡Yo soy tu verdadero padre!"
El silencio cayó como una losa. Todos los ojos se posaron en mí. Vi la sonrisa triunfante en el rostro de Sofía, parada a unos metros de distancia. Este era su plan, su gran revelación.
Mateo se puso delante de mí, como un escudo.
"Mi único padre es Ricardo Ramírez. No sé quién sea usted, pero le pido que se retire."
"El Toro" lo ignoró y me miró a mí.
"¿Qué pasa, Halcón? ¿Te comió la lengua el gato? Dile la verdad a tu... a nuestro hijo."
No respondí con palabras. Mi puño derecho, el mismo que lo mandó a la lona hacía tantos años, se conectó con su mandíbula. El sonido fue seco, un golpe sordo que hizo eco en el silencio.
"¡Ricardo!" gritó Sofía, horrorizada.
"El Toro" cayó al suelo, quejándose. La fiesta se había convertido en un circo, y yo era el domador que acababa de soltar al león.
Mateo no se inmutó. Se agachó junto a "El Toro" y le dijo con una voz tranquila pero llena de acero:
"La próxima vez que le falte al respeto a mi padre, no será él quien le responda. Seré yo."
Se levantó y me tomó del brazo, protegiéndome de los murmullos y las miradas acusadoras. En ese momento, sentí un orgullo tan profundo que casi me ahoga. Mi plan había funcionado mejor de lo que jamás imaginé.