Tres años desde que Miguel, mi hermano mayor, cruzó la frontera. Se fue con la promesa de conseguir una vida mejor para los dos, de sacarnos del polvoriento pueblo en México donde nuestros sueños se morían antes de nacer. Me dejó con nuestros tíos, quienes luego me ayudaron a llegar aquí con una familia adoptiva, los señores Thompson.
"Es tu futuro, Sofía", me repetían mis padres adoptivos, Martha y David, casi todos los días. "Con la ciudadanía, serás alguien. Tendrás oportunidades que ni te imaginas".
La presión era inmensa, un peso sobre mis hombros que me encorvaba. Estudiaba hasta que las letras de los libros de historia estadounidense se borraban frente a mis ojos. Todo por ellos, por el futuro que me prometían. Y por Miguel, porque sabía que él querría esto para mí.
Mi teléfono vibró sobre la mesa de madera, rompiendo la concentración. Lo ignoré. Seguro era Martha, recordándome por décima vez que no llegara tarde.
Pero vibró de nuevo, y otra vez. Una insistencia inusual.
Con un suspiro, lo tomé. La pantalla se iluminó con un mensaje de un número desconocido.
Mi corazón se detuvo.
"Sofía, soy yo, Miguel. No vayas al examen. No confíes en ellos. Peligro".
Leí el mensaje una, dos, tres veces. Mis manos empezaron a temblar. El nombre "Miguel" en la pantalla era como un fantasma, una palabra de un mundo que había desaparecido hacía tres años. Nadie sabía nada de él desde que cruzó. La última llamada fue cortada, y después, silencio. Lo buscamos, mis tíos, yo, incluso los Thompson al principio. Pero el desierto no devuelve a los que se traga. Todos lo dieron por muerto.
Todos, menos yo.
En el fondo de mi corazón, en un lugar que nunca le mostré a nadie, yo sabía que Miguel estaba vivo. Era una certeza sin pruebas, una fe irracional que me mantenía en pie. Él era mi hermano, mi protector, la única familia real que me quedaba en el mundo. Él no podía estar muerto.
Este mensaje era la prueba.
Mi pulso se aceleró. Tenía que ser él. Nadie más me llamaría así, nadie más entendería la urgencia. "No confíes en ellos". ¿En quiénes? ¿En los Thompson?
Mis dedos, torpes por el nerviosismo, marcaron el número. Quería escuchar su voz, necesitaba la confirmación.
Presioné el botón de llamar.
El teléfono sonó una vez, y luego una voz robótica, fría y sin emociones, llenó el auricular.
"El número que usted marcó no existe".
Colgué, sintiendo un frío que me calaba los huesos. Lo intenté de nuevo. El mismo resultado. Un número fantasma, un mensaje de la nada. ¿Era una broma cruel? ¿Alguien jugando con mi dolor?
Pero la sensación en mi pecho me decía que no. Era real. Era una advertencia.
La puerta de mi cuarto se abrió de golpe.
"¡Sofía!"
La voz de Martha, aguda y tensa, me hizo saltar. Estaba parada en el umbral, con su traje sastre perfectamente planchado y una expresión de impaciencia.
"¿Todavía no estás lista? ¡Se te va a hacer tarde! David nos está esperando en el coche. Sabes lo importante que es hoy".
Mi mente era un torbellino. Las palabras de Martha chocaban con el mensaje de Miguel. "No vayas al examen". "Sabes lo importante que es hoy".
Mi teléfono vibró de nuevo en mi mano. Lo miré a escondidas. Otro mensaje del mismo número.
"NO VAYAS. ¡CORRE!"
El pánico se apoderó de mí. Ya no había duda. Tenía que salir de ahí.
"Sí, mamá", dije, intentando que mi voz sonara normal, tranquila. "Solo... solo me pongo la chaqueta y bajo".
Martha me miró con sus ojos azules y fríos, escudriñándome. Por un segundo, temí que hubiera visto el teléfono, que pudiera leer el miedo en mi cara.
"Date prisa", dijo, y cerró la puerta.
Respiré hondo. No tenía tiempo. Agarré mi desgastada chaqueta de mezclilla del respaldo de la silla. No me puse los zapatos de vestir que Martha me había comprado para la ocasión, sino mis viejos tenis, los que usaba para correr. Metí mi cartera, mi teléfono y una pequeña foto arrugada de Miguel y yo en el bolsillo.
Con el corazón latiéndome en la garganta, caminé hacia la puerta, pero no la abrí. Fui directo a la ventana. Estaba en el segundo piso. No era tan alto. Abajo había un arbusto grande y frondoso. Era mi única oportunidad.
Tenía que confiar en mi hermano. Siempre había confiado en él.