Apreté con fuerza la pequeña foto en mi bolsillo. Era de un día de campo, años atrás, en nuestro pueblo. Miguel me cargaba en sus hombros, y los dos reíamos a carcajadas, con el sol pegándonos en la cara. Él me la había dado justo antes de irse. "Para que no te olvides de tu hermano mayor, chaparra", me dijo, despeinándome el cabello.
Nunca lo haría.
"¡Sofía! ¿Qué estás haciendo? ¡Vamos a llegar tarde!"
La voz de Martha, esta vez desde el pie de la escalera, sonó más fuerte, más irritada.
Me asomé por la ventana. El arbusto parecía más lejano de lo que recordaba. Pero no había otra opción.
"¡Ya voy!", grité, esperando ganar unos segundos.
Justo cuando estaba a punto de saltar, la puerta de mi cuarto se abrió con una violencia que hizo temblar la pared.
Martha estaba ahí, con el rostro descompuesto por la furia. Su máscara de madre benevolente se había caído por completo.
"¿Qué crees que estás haciendo?", siseó, sus ojos fijos en la ventana abierta.
Se abalanzó sobre mí. No intentó hablarme ni razonar. Me agarró del brazo con una fuerza que me sorprendió, una fuerza que no correspondía a su apariencia delgada y cuidada. Sus uñas se clavaron en mi piel.
"¡Suéltame!", grité, tratando de zafarme.
En el forcejeo, la foto de Miguel se cayó de mi bolsillo y aterrizó boca arriba en el suelo.
La mirada de Martha se desvió hacia la foto. Su expresión cambió de la ira a una especie de repulsión visceral, como si estuviera viendo una cucaracha.
"Te dije", gruñó, con la voz temblorosa, "¡te dije que te olvidaras de él!".
Se agachó, recogió la foto y, ante mis ojos, la partió en dos. Luego en cuatro. La hizo trizas con una furia descontrolada, sus manos temblando. Era una reacción desproporcionada, casi demencial.
"¡No!", grité, sintiendo un dolor agudo en el pecho.
Y entonces, tan rápido como había explotado, se calmó. Se levantó, se alisó la falda y respiró hondo. Una sonrisa extraña, torcida, apareció en su rostro.
"Mi niña, lo siento", dijo, su voz ahora melosa, artificialmente dulce. "Me alteré. Es que me preocupo tanto por ti. Todo esto de tu hermano... te hace daño. Tienes que dejarlo ir. Por tu propio bien".
Me tomó de los hombros, sus manos ahora suaves, pero su agarre seguía siendo firme, controlador. Me obligó a mirarla.
Fue en ese momento que lo vi.
En la muñeca de su mano izquierda, justo donde comenzaba la palma, había un pequeño tatuaje. Era un diseño extraño, casi como un código de barras en miniatura, con una serie de finas líneas negras y un pequeño círculo en el centro.
Me quedé helada.
Conozco a Martha Thompson desde hace casi dos años. La he visto usar vestidos de manga corta, pulseras, relojes. He estado con ella en la piscina.
Ella no tiene ningún tatuaje.
Mi mente se quedó en blanco por un segundo, tratando de procesar la información. No era posible. Estaba ahí, claro como el día. Un detalle pequeño, insignificante para cualquiera, pero para mí, en ese momento, era una grieta en la mismísima realidad.
Mi verdadera madre adoptiva, la mujer que firmó los papeles, la que me preparó el desayuno esta mañana... ella no tenía ese tatuaje.
Levanté la vista de su muñeca a su cara. La misma cara de siempre, los mismos ojos azules, el mismo cabello rubio. Pero ahora, viéndola de cerca, algo estaba mal. Sus movimientos eran un poco rígidos, su sonrisa no llegaba a sus ojos. Era como ver una copia casi perfecta, pero una copia al fin.
"Esa... esa no es mi madre", pensé, y el terror me recorrió como una descarga eléctrica.
Esta mujer, esta cosa que se parecía a Martha, no era ella.
El mensaje de Miguel resonó en mi cabeza: "No confíes en ellos".
La impostora pareció notar mi cambio de expresión, mi mirada fija en su muñeca. Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una máscara de frialdad.
"¿Qué tanto miras?", espetó, su voz volviendo a ser dura. "Deja de decir tonterías y vístete. No vas a arruinar todo por un berrinche infantil. Después de todo lo que hemos hecho por ti... ¡Deberías estar agradecida!".
Me empujó hacia el armario, su control volviéndose más físico, más desesperado.
Pero ahora yo sabía. El miedo seguía ahí, más grande que nunca, pero también había algo más: una determinación fría. Tenía que salir de esa casa. Tenía que averiguar qué estaba pasando.
Para sobrevivir, tenía que seguirles el juego.
"Tienes razón", dije, bajando la cabeza, fingiendo sumisión. "Lo siento. Estaba nerviosa por el examen. Me cambiaré ahora mismo".
La impostora me observó por un momento, sus ojos entrecerrados, evaluando mi sinceridad. Finalmente, pareció satisfecha.
"Así me gusta", dijo, con un tono condescendiente. "Te espero abajo. No tardes".
Salió del cuarto, cerrando la puerta detrás de ella. Me quedé sola, temblando, con los pedazos de la foto de mi hermano esparcidos por el suelo como las ruinas de mi vida.