Eran los tres solteros más codiciados de Jalisco, los "Tres Potrillos", como los llamaba la prensa. Y mi familia esperaba que eligiera a uno para un matrimonio que consolidaría el poder de nuestra destilería, "El Alma de Jalisco".
Pero yo no veía tres opciones. Veía tres tumbas.
Mi mente se inundó con los recuerdos de una vida que no debería existir, una vida pasada llena de dolor.
Recordé a Patrick. Impulsivo y apasionado, me colmó de regalos extravagantes, pero sus ojos siempre buscaban a otra persona. Murió en un accidente de avión, intentando "rescatar" a Sasha, la hija de nuestro mayordomo, de un secuestro que ella misma había fingido.
Luego vino Leon. Carismático y fiestero, me prometió un mundo de aventuras, pero me dejó sola en noches interminables mientras él buscaba emociones fuertes. Murió en una carrera de lanchas clandestina, una apuesta estúpida para impresionar a Sasha.
Y finalmente, Máximo. Serio y calculador, parecía la elección más estable. En su lecho de muerte, consumido por una enfermedad, tomó mi mano y susurró la verdad que destrozó mi alma.
"Lina, mi único amor siempre fue Sasha. Si hay otra vida, por favor, no te cases conmigo. No mereces esto."
Tres maridos. Tres funerales. Y en el centro de todo, siempre Sasha. La chica aparentemente humilde y frágil que creció a mi lado, la que todos sentían la necesidad de proteger, incluso a costa de mi felicidad y, finalmente, de sus propias vidas.
Mi vida pasada fue una farsa, un sacrificio para proteger a la mujer que todos amaban en secreto. Yo fui el peón, el escudo, el daño colateral.
El dolor de esos recuerdos se convirtió en una fría determinación. Miré a mis padres, cuyas caras expectantes reflejaban la presión de generaciones.
"No voy a elegir a ninguno de ellos", dije, mi voz sonando más fuerte y firme de lo que me sentía.
Mi padre frunció el ceño. "¿Qué dices, Lina? Esta es una oportunidad única para..."
"Si debo casarme para asegurar el futuro de 'El Alma de Jalisco'", lo interrumpí, "que sea con Roy Castillo".
El silencio en la biblioteca fue total. Mis padres se miraron, atónitos.
"¿Roy Castillo?", tartamudeó mi madre. "¿El empresario de la Ciudad de México? ¿El 'Tiburón Silencioso'? Es un advenedizo, Lina. Un hombre hecho a sí mismo con fama de despiadado. No es de los nuestros."
"Precisamente", respondí, mi mente trabajando con una claridad que nunca antes había poseído. "La expansión a la capital es crucial. Su ambición no es un defecto, es un activo. Las viejas alianzas de Jalisco nos están asfixiando. Necesitamos sangre nueva, poder nuevo."
Argumenté con una lógica implacable, detallando los beneficios estratégicos, los nuevos mercados, la influencia política que ganaríamos. Mis padres, aunque sorprendidos por mi repentina perspicacia para los negocios, no pudieron refutar mis puntos.
Finalmente, mi padre asintió, aunque a regañadientes. "Está bien. Si estás segura... iniciaremos los contactos."
La decisión estaba tomada. Una nueva vida, un nuevo camino.
Unos días después, como era de esperar, los Tres Potrillos irrumpieron en la hacienda. No juntos, sino uno tras otro, con una ansiedad apenas disimulada.
Patrick fue el primero, con su aire de arrogancia habitual. "¿Es cierto lo que oigo? ¿Finalmente vas a elegir?"
Luego Leon, bronceado y sonriente, aunque sus ojos delataban nerviosismo. "Lina, querida, no nos tengas en ascuas."
Y por último Máximo, siempre el más contenido. "Lina, nuestras familias esperan una respuesta."
Los miré, viendo a través de su actuación. No temían no ser elegidos. Temían serlo. Un matrimonio conmigo era una cadena que los alejaría de su amada Sasha.
"Conocerán mi decisión en mi fiesta de cumpleaños", les dije con una frialdad que los desconcertó. "En dos semanas."
La llamada llegó al día siguiente. Era nuestro mayordomo, el padre de Sasha, con la voz rota por el pánico.
"Señorita Lina, es Sasha... Tuvo un accidente con uno de los caballos. La llevamos a un hospital en Guadalajara."
Apenas colgué, los teléfonos de los tres hombres comenzaron a sonar. Era como si tuvieran un sexto sentido para el drama de Sasha.
"Lina, no te preocupes, yo me encargo", dijo Patrick, ya marcando un número. "Conozco al mejor cirujano equino del país."
"El hospital es de mi familia", intervino Leon. "Me aseguraré de que tenga la mejor suite. Tú no tienes que mover un dedo."
"Yo me ocuparé de la prensa", añadió Máximo. "No saldrá ni una sola nota negativa."
Corrieron hacia sus autos, usando la excusa de "ayudarme" para volar al lado de Sasha. Los vi irse, pero esta vez, no sentí el pinchazo familiar del abandono. Solo sentí una resolución helada.
Más tarde esa noche, vi la publicación de Sasha en Instagram. Una foto desde la lujosa suite del hospital. Estaba pálida y frágil, sonriendo valientemente a la cámara.
"Agradecida por mis tres ángeles guardianes", decía el pie de foto.
Y allí estaban los detalles sutiles: el sombrero de Patrick en la mesita de noche, el reloj inconfundible de Leon en su muñeca mientras le sostenía un vaso de agua, y una revista del conglomerado de Máximo estratégicamente colocada en la cama.
Subí a mi habitación y abrí mi joyero. Saqué la silla de montar de plata que me regaló la familia Lawrence, el collar de coral negro de los Bradley y la pluma de oro antigua de los Sullivan. Eran regalos de compromiso no oficiales, símbolos de una alianza que nunca se concretaría.
Los empaqué cuidadosamente en tres cajas separadas y llamé a un servicio de mensajería. Programé la recogida para el día de mi fiesta de cumpleaños.