Me cansé de esconderme.
Caminé directamente hacia el grupo, con mi copa de vino en la mano.
"Buenas noches", dije con una sonrisa brillante. "¿Hablaban de mí?".
Se quedaron helados, sus caras una mezcla de sorpresa y vergüenza.
Una de las mujeres, una crítica de arte con aires de superioridad, se recompuso. "Lina, querida. Solo comentábamos lo... diferente que te ves esta noche".
"Gracias", respondí. "Decidí empezar a vestirme para mí misma, no para la aprobación de los demás. Es liberador. Deberían probarlo".
Antes de que pudieran responder, me dirigí al hombre que había dicho que yo era "conveniente".
"Escuché que decías que Máximo debía elegir. Y tienes razón. Pero te equivocas en una cosa. Yo no soy la opción conveniente. De hecho, soy bastante cara".
Levanté mi copa. "El año pasado, mi bono en 'Construcciones Giralda' fue el doble del salario anual de un coreógrafo promedio en esta ciudad. Así que, si hablamos de conveniencia, creo que la balanza se inclina hacia otro lado".
El silencio fue absoluto. Sus mandíbulas estaban por el suelo.
En ese momento, Máximo se acercó, frunciendo el ceño.
"Lina, ¿qué estás haciendo? No hace falta hablar de dinero aquí. Es de mal gusto".
No me estaba defendiendo. Me estaba criticando.
Sofía se deslizó a su lado, poniendo una mano en su brazo. "Máximo, no seas duro con ella. Solo está intentando encajar". Su voz era pura condescendencia.
La ignoré por completo.
Los amigos de Máximo, recuperados del shock, volvieron a sus cuchicheos.
"¿Ves? Siempre tan materialista. No entiende nuestro mundo, el mundo del arte, de la pasión".
Máximo no dijo nada. Simplemente se quedó allí, permitiendo que me menospreciaran.
Luego, se volvió hacia Sofía. Vio que su copa estaba casi vacía.
"¿Quieres otro vino? El mismo, ¿verdad? Albariño, bien frío". Se inclinó y le susurró algo al oído, y ella se rio, una risa íntima y cómplice.
Él recordaba su vino favorito, su forma de beberlo. Ni siquiera sabía cuál era mi bebida preferida.
Observé la escena. Era como si yo no existiera. Máximo y Sofía, rodeados de su gente, en su mundo. Los últimos cinco años se habían desvanecido como si nunca hubieran ocurrido.
De repente, un niño pequeño, de unos cuatro años, corrió hacia ellos y se abrazó a la pierna de Máximo.
"¡Tío Máximo!", gritó felizmente.
Me quedé paralizada. ¿Tío Máximo?
El niño era el sobrino de Sofía. La forma en que lo llamó... sonaba tan familiar, tan practicada.
Máximo se puso visiblemente incómodo. "Lina, este es Leo, el hijo de la hermana de Sofía. Pasa mucho tiempo con nosotros... bueno, pasaba".
Su explicación fue torpe, una excusa. La verdad era obvia. Él había seguido siendo parte de la familia de Sofía todo este tiempo. Y nunca me lo había dicho.
Se acercó a mí, bajando la voz. "¿Y qué es ese vestido? Es demasiado... llamativo. Sabes que prefiero los colores más sobrios en ti".
Su crítica, después de todo lo demás, fue la gota que colmó el vaso.
Lo miré, y por primera vez, lo vi claramente. No como el hombre que amaba, sino como un extraño que nunca se había molestado en conocerme.
"Tienes razón, Máximo", dije, mi voz tranquila. "Tú prefieres los colores sobrios".
Me di la vuelta y me alejé, dejándolo allí, confundido.