Escuchaba a Laura, mi hijastra, reírse con sus amigas por teléfono, describiéndome como un bulto inútil que ocupaba una habitación.
Escuchaba a Ricardo, mi hijastro, traer a sus amigos a casa y pedirles que no hicieran ruido cerca de "la momia".
Durante años, cada palabra era una gota de veneno que se filtraba en mi conciencia atrapada, alimentando un odio frío y profundo.
Yo, Sofía Romero, una de las diseñadoras de moda más prometedoras de mi generación, terminé así.
Abandoné mi carrera, mi futuro, mi todo por este hombre y sus hijos.
Y ellos me pagaron convirtiéndome en su cajero automático viviente, esperando que muriera para quedarse con todo.
La última conversación que escuché fue la más clara.
"La vieja por fin se está muriendo", dijo la voz de Alejandro, sin una pizca de tristeza.
"Ya era hora", respondió otra voz, una voz de mujer que reconocí con un escalofrío. Era Patricia Solís, la exesposa de Alejandro, la madre de sus hijos. "¿Estás seguro de que todo el dinero de la pensión irá a mi cuenta?"
"Claro que sí, mi amor. Tal como lo planeamos. Sofía nunca fue nada más que nuestro boleto de lotería. Nunca nos casamos legalmente, así que no tiene derechos. Todo es para ti y para nuestros hijos".
Esa fue la última verdad, la que finalmente rompió lo que quedaba de mi espíritu.
Mi corazón, o lo que fuera que aún bombeaba en mi pecho, dio un último y doloroso apretón.
Y entonces, la oscuridad se hizo total.
Pero no fue el final.
Un dolor agudo en mi mejilla me sacó de la negrura.
El olor a carne asada y el ruido de cubiertos chocando contra los platos llenaron mis sentidos.
Abrí los ojos de golpe.
Estaba sentada en la mesa del comedor de la casa que yo había comprado, la casa donde pasé los peores años de mi vida.
Frente a mí estaba Alejandro, con su aire de artista bohemio y una mirada de fastidio.
A su lado, una joven Laura, de unos dieciséis años, me miraba con desprecio.
"¿Vas a comer o solo te nos vas a quedar viendo como una tonta?", soltó, su voz adolescente cargada de veneno.
Ricardo, un par de años menor, ni siquiera levantó la vista de su plato, pero soltó una risita ahogada.
Miré mis manos.
Eran jóvenes, sin las manchas de la edad ni la atrofia de la inmovilidad. Estaban suaves, las manos de una mujer de treinta y pocos años.
El calendario en la pared confirmaba la fecha. Había renacido. Había vuelto a un momento crucial, un día en que, en mi vida pasada, había cedido una vez más a sus demandas.
"Te estoy hablando, Sofía", insistió Laura, golpeando la mesa con su tenedor. "¿Estás sorda?"
Alejandro suspiró, como si mi silencio fuera una carga insoportable para él.
"Laura, por favor. Ya sabes cómo es Sofía de sensible. Déjala en paz".
Pero su defensa era falsa, vacía. Sus ojos no me miraban a mí, sino a través de mí.
En mi vida anterior, estas palabras me habrían herido. Me habría disculpado, habría intentado complacerlos, habría hecho cualquier cosa para ganarme su afecto.
Porque Alejandro me había convencido de que mi valor residía en ser su musa, su apoyo, la madre que sus hijos necesitaban, especialmente porque yo no podía tener los míos.
Esa mentira, la de mi supuesta infertilidad, fue el ancla que me mantuvo atada a ellos durante tanto tiempo.
Me hizo sentir inferior, rota, y desesperadamente agradecida de que un hombre "tan maravilloso" como Alejandro, con dos hijos, me hubiera "aceptado" en su vida.
Pero ahora, con los recuerdos de décadas de abuso y la verdad final de su traición quemando en mi mente, ya no sentía dolor.
Solo sentía una rabia helada.
Levanté la vista y los miré, uno por uno.
A Laura, que soñaba con ser influencer pero no tenía ni el talento ni la disciplina, solo la envidia hacia mí.
A Ricardo, el vago resentido que se pasaba el día jugando videojuegos y culpándome por el divorcio de sus padres.
Y a Alejandro, el manipulador maestro, el artista fracasado que vivía de la fama de su exesposa y del sudor de mi frente.
Esta vez, no iba a ser su tonta útil.
Esta vez, no iba a sacrificar mi vida por una familia que no era mía y que solo me quería por mi dinero.
Me levanté de la mesa, el movimiento brusco hizo que la silla rechinara contra el suelo.
Los tres me miraron, sorprendidos por mi repentina acción.
"Ya terminé de comer", dije, mi voz sonando extraña, más fuerte de lo que la recordaba. "Tengo trabajo que hacer".
Me di la vuelta, ignorando la mirada confundida de Alejandro y las burlas silenciosas de sus hijos.
Mientras caminaba hacia mi estudio, mi verdadero santuario en esa casa, sentí sus ojos en mi espalda.
Podían sentirlo.
Algo había cambiado.
La Sofía que conocían, la mujer sumisa y complaciente, había muerto en esa cama de hospital del futuro.
Y la que había vuelto en su lugar no estaba dispuesta a perdonar ni a olvidar.