Miguel se interpuso en mi camino. "No seas dramática, suegra. Tu hija está preocupada por ti."
Justo en ese momento, la puerta se abrió y entró la madre de Miguel, una mujer chismosa y dominante que siempre había fomentado el resentimiento de Lucía hacia mí.
"¿Qué pasa aquí? Escuché los gritos desde la calle," dijo, mirándome de arriba abajo con desaprobación. "Así que es cierto. Te caíste y ahora quieres abandonar a tu familia. ¡Qué poca vergüenza!"
"Señora, esto no es de su incumbencia," dije, intentando mantener la calma.
"¡Claro que lo es! Mi hijo te ha dado un techo, te ha aguantado tus mañas, ¿y así le pagas?" , chilló, poniéndose del lado de Lucía.
Lucía aprovechó el refuerzo. "¿Ves, mamá? Todos piensan que estás mal. Solo queremos lo mejor para ti. Quédate, por favor. Por Pedrito, él te quiere mucho."
Era una manipulación tan burda, tan transparente. Usar al niño, al mismo niño por el que yo estaba herida. La ira me dio fuerzas.
"No," dije, rodeando a Miguel. "Ya tomé mi decisión. No me van a convencer."
Miguel me agarró del brazo sano, apretando con fuerza. "No tan rápido, vieja. Si te vas, nos dejas con un problema. La casa. La compramos pensando en que tú ayudarías."
"Yo ya ayudé," repliqué, tratando de zafarme. "Les di el dinero de mi casa. Cumplí mi parte."
Lucía soltó una risa cruel. "¿Esa miseria? Eso apenas alcanzó para el enganche. La casa está a nombre de Miguel y mío, pero tú vives aquí. Así que, o nos firmas los papeles de tu otra casa para compensar los gastos, o no te vas a ningún lado."
El velo final se había caído. Era una extorsión.
"Están locos," susurré, sintiendo un escalofrío. "Nunca haré eso."
La expresión de Miguel se endureció. "Entonces te quedarás aquí. Y harás lo que te digamos."
Con una fuerza que no esperaba, me empujó hacia mi pequeño cuarto, el que antes era un clóset de servicio. Caí sobre la cama, y un dolor agudo me atravesó las costillas, dejándome sin aliento.
Cerró la puerta con llave desde afuera.
"¡Abran la puerta! ¡Esto es un secuestro!" grité, golpeando la madera con mi mano buena.
La única respuesta fue la risa de su madre. "Déjala que grite. A ver si así se le baja el orgullo."
Me quedé en la oscuridad, escuchando el clic de la cerradura. Estaba atrapada. Mi propio yerno y mi propia hija me habían encerrado. El espacio era diminuto, olía a humedad y a viejo. Afuera, a través de la delgada puerta, podía oír sus voces. No discutían, no sonaban preocupados.
Se estaban riendo.
Escuché el sonido del televisor, la voz de Pedrito pidiendo un dulce, la risa de Lucía contando un chiste. Vivían su vida normal, mientras yo estaba prisionera a unos metros de distancia. La desesperación comenzó a invadirme. Estaba sola, herida y a merced de dos personas que me odiaban. ¿Quién podría ayudarme?
Mis pensamientos se volvieron hacia mi otro hijo, Carlos. Hacía años que no nos veíamos. Lucía siempre me había dicho que Carlos estaba resentido conmigo, que no quería saber nada de mí desde que me fui a vivir con ella. Me había aislado de él sistemáticamente, alimentando mi culpa y mi soledad. ¿Sería verdad? ¿O era otra de sus mentiras?
Agotada y adolorida, me acurruqué en la cama, las lágrimas finalmente rodando por mis mejillas. Me sentía tan estúpida, tan ciega.
Horas después, cuando la casa ya estaba en silencio, un sonido me sobresaltó. No era la llave de Miguel. Eran golpes suaves en mi ventana, la que daba a un estrecho pasillo lateral.
"¿Mamá?"
La voz era un susurro, pero la reconocí al instante.
Era Carlos.
"¿Mamá, estás ahí? Sofía y yo vinimos a verte. Lucía nos dijo que tuviste un accidente, pero no nos contesta el teléfono."
Un sollozo de alivio se me escapó. Me arrastré hasta la ventana.
"¡Carlos! ¡Mijo!" susurré, con la cara pegada al cristal. "¡Estoy encerrada! ¡Lucía y Miguel me encerraron!"
Hubo un silencio tenso, y luego escuché la voz de su esposa, Sofía, llena de indignación. "¡No puede ser!"
"Aléjate de la puerta, mamá," dijo Carlos, su voz ya no era un susurro, sino un gruñido lleno de furia.
Escuché un golpe sordo y fuerte contra la puerta principal. Luego otro. Y otro.
"¡MIGUEL, ABRE LA MALDITA PUERTA AHORA MISMO!" rugió Carlos.
La casa se llenó de ruidos. Lucía gritando, Miguel maldiciendo. Pero por encima de todo, escuchaba los golpes implacables de mi hijo contra la puerta.
Finalmente, un estruendo. La madera se astilló y la puerta de mi cuarto se abrió de golpe.
Ahí estaba Carlos, con el rostro rojo de ira, y detrás de él Sofía, con una mirada de preocupación y furia.
Carlos corrió hacia mí y me abrazó con cuidado, evitando mis heridas.
"Mamá, perdóname," dijo, con la voz rota. "Perdóname por no haber venido antes. Lucía nos dijo que no querías vernos."
En ese abrazo, sentí cinco años de soledad y dolor disolverse. No estaba sola. Mi hijo había venido a rescatarme.