"Te dije que no fueras", la voz de El Zorro era grave, sin rastro de "te lo dije", solo una profunda preocupación. "Ahora saben que sabes, Ximena, esto cambia todo".
"¿Qué se supone que haga? ¿Sentarme a esperar mientras entierran el caso de mi hermana con mentiras?", grité, caminando de un lado a otro de la habitación. "¡Tengo que publicar la historia ahora!".
"No", dijo él, su tono tajante me detuvo en seco. "Si publicas ahora, te matarán antes de que la noticia llegue a los quioscos por la mañana, y todo habrá sido en vano".
Tenía razón, la frustración me quemaba por dentro, era como estar atada de manos y pies.
"Entonces, ¿qué?", pregunté, mi voz rota por la impotencia. "Soy una periodista, mi única arma son las palabras, si no puedo usarlas, estoy indefensa".
"No estás indefensa", respondió. "Pero tienes que seguir las reglas de este juego, no las tuyas, por ahora, te quedas quieta, no contactas a nadie, no escribes nada, te conviertes en un fantasma".
Las reglas, odiaba esas reglas, me hacían sentir como una cobarde, pero la vida de Sofía ya se había perdido por imprudencia, no podía permitir que la mía terminara igual.
Mientras El Zorro me daba instrucciones, una llamada entrante apareció en mi pantalla, un número que no reconocí, pero que me heló la sangre.
Era de la oficina de Diego Garmendia.
"Zorro, espera", le susurré al teléfono. "Me está llamando".
Un silencio tenso se apoderó de la línea.
"Contesta", dijo El Zorro finalmente. "Ponlo en altavoz, sé amable, sé sumisa, sé la periodista que solo busca una entrevista, no dejes que note nada".
Respiré hondo y contesté la llamada.
"¿Bueno?".
"¿Hablo con la señorita Ximena Vargas?", una voz de mujer, profesional y fría, sonó al otro lado.
"Soy yo", respondí, intentando que mi voz sonara normal.
"Le llamo de parte del señor Diego Garmendia, ha leído algunos de sus artículos y está muy impresionado con su trabajo, le gustaría concederle una entrevista exclusiva".
Una entrevista, era una trampa, una invitación a la boca del lobo.
El Diablo quería verme, quería medirme, quería ver si yo era la "periodista molesta" de la que le habló Ramírez.
"¿Una entrevista?", repetí, fingiendo sorpresa y halago. "Wow, yo... no sé qué decir, sería un honor".
"Excelente", dijo la mujer. "El señor Garmendia la espera mañana a las cinco de la tarde en sus oficinas corporativas, sea puntual".
Y colgó.
El silencio en mi departamento era ensordecedor.
"Zorro, ¿escuchaste?", susurré.
"Lo escuché", respondió, su voz más tensa que nunca. "Quiere jugar contigo, Ximena, quiere intimidarte en su propio terreno".
"Tengo que ir", dije, aunque cada fibra de mi ser gritaba que corriera en dirección contraria. "Es una oportunidad, si puedo grabarlo, si puedo hacer que diga algo...".
"Irás", me interrumpió El Zorro. "Pero lo harás a mi manera, te pondrás un micrófono, pero no para grabar la conversación, sino para que yo pueda escuchar todo en tiempo real, si algo sale mal, si dice la palabra clave que acordemos, entro".
"¿Entras? ¿Cómo que entras? ¡Es el edificio más seguro de la ciudad!", exclamé.
"Tengo mis maneras", dijo, y su tono no dejaba lugar a dudas. "Ahora escúchame, la palabra clave será 'justicia', si sientes que estás en peligro, si te amenaza directamente, di la palabra 'justicia' de la forma más natural que puedas, ¿entendido?".
Asentí, aunque él no podía verme. "Entendido".
"Bien", dijo. "Ahora, ve a dormir, mañana tienes que actuar como si fuera el mejor día de tu carrera, tienes que sonreírle al diablo, y tienes que hacerlo de forma convincente".
Colgué el teléfono y me miré en el reflejo oscuro de la ventana, la mujer que me devolvía la mirada estaba pálida, con ojeras profundas, pero en sus ojos había una chispa de determinación.
Tenía que hacerlo, por Sofía.
Me acercaría al fuego, aunque me quemara, le sonreiría al diablo, con la esperanza de que, en su arrogancia, se delatara.
Y si no lo hacía, al menos sabría que había mirado al asesino de mi hermana a los ojos y no había parpadeado.