El Diablo y Mi Corazón Roto
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Capítulo 3

El día siguiente pasó en una neblina de ansiedad, seguí las instrucciones de El Zorro al pie de la letra, me quedé en casa, no contesté llamadas de números desconocidos y preparé una lista de preguntas falsas para mi "entrevista" con Diego.

Preguntas sobre sus negocios, su filantropía, su visión del futuro de México, todo era una farsa, un guion para la obra de teatro más peligrosa de mi vida.

A las cuatro de la tarde, El Zorro apareció en mi puerta, era la primera vez que lo veía en persona, era un hombre de mediana edad, de aspecto corriente, de los que no recordarías si te lo cruzaras por la calle, y entendí por qué había sobrevivido tanto tiempo en las sombras.

No dijo mucho, me entregó un pequeño dispositivo de escucha, casi invisible, y me ayudó a colocarlo en el forro de mi chaqueta.

"Recuerda, solo di 'justicia' si es absolutamente necesario", repitió. "Estaré cerca, escuchando cada palabra".

Asentí, mi garganta demasiado seca para hablar.

El edificio corporativo de Garmendia era una torre de cristal y acero que se alzaba sobre el Paseo de la Reforma, un monumento a la riqueza y al poder, todo en su interior gritaba dinero: mármol pulido, arte moderno y guardias de seguridad con trajes caros y auriculares discretos.

La asistente de Diego me recibió con una sonrisa ensayada y me guio a la oficina del último piso, la vista de la ciudad era impresionante, un mar de luces que se extendía hasta el horizonte, pero yo no podía disfrutarla, solo sentía el frío del cristal y la altura vertiginosa.

Diego Garmendia estaba de espaldas, mirando por la ventana, cuando se dio la vuelta, me sonrió, era una sonrisa carismática, de las que desarman, pero sus ojos eran fríos, calculadores, como los de un depredador.

"Señorita Vargas", dijo, su voz era suave, casi seductora. "Un placer tenerla aquí, por favor, siéntese".

Me senté en una silla de cuero frente a su enorme escritorio de caoba.

"El placer es mío, señor Garmendia", respondí, mi voz sonando sorprendentemente estable. "Gracias por esta oportunidad".

Comenzamos la "entrevista", le hice mis preguntas ensayadas, y él respondió con anécdotas encantadoras y falsas modestias, era un actor consumado, el perfecto hombre de negocios.

Pero yo podía ver a través de la fachada, podía ver al monstruo que se escondía debajo.

A mitad de la entrevista, se levantó y caminó hacia un bar en la esquina de la oficina.

"¿Le apetece un trago?", preguntó. "Para celebrar nuestro nuevo... entendimiento".

"Solo agua, gracias", respondí.

Se acercó para darme el vaso y su mano rozó la mía, fue un toque deliberado, posesivo, me aparté instintivamente, un pequeño movimiento que no pasó desapercibido.

Sonrió de nuevo, pero esta vez la sonrisa no llegó a sus ojos.

"Es usted una mujer muy talentosa, Ximena", dijo, usando mi nombre de pila por primera vez. "Tiene... pasión, es una cualidad rara en el periodismo de hoy en día".

Se sentó en el borde de su escritorio, demasiado cerca para mi comodidad.

"He estado pensando", continuó. "Una mujer con su talento no debería estar desperdiciándose en un periódico pequeño, podría tener un futuro brillante, un futuro que yo podría proporcionarle".

Era una oferta, una amenaza velada. Trabaja para mí o atente a las consecuencias.

"Agradezco su oferta, señor", dije, manteniendo mi tono neutral. "Pero me gusta mi trabajo, me gusta buscar la verdad".

"La verdad es un concepto muy flexible, ¿no cree?", replicó él, su voz bajando de tono. "A veces, la verdad es simplemente lo que los hombres poderosos deciden que es".

Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas, este era el verdadero Diego, el Diablo.

Tenía que mantener la calma, seguir el guion.

"Es una perspectiva interesante", dije, fingiendo tomar notas. "Mi trabajo es reportar los hechos, no interpretarlos".

Él se rio, una risa corta y sin alegría.

"Muy profesional", dijo. "Me gusta eso".

Se puso de pie y volvió a su silla, la tensión en la habitación disminuyó un poco.

La entrevista terminó poco después, me levanté para irme, sintiéndome agotada pero aliviada de haber sobrevivido.

"Gracias de nuevo por su tiempo, señor Garmendia", dije.

"El placer fue mío, Ximena", respondió.

Cuando estaba en la puerta, me detuve, recordé lo que había planeado, el pequeño acto de desafío.

"Señor Garmendia", dije, dándome la vuelta. "¿Le importaría si nos tomamos una foto juntos? Para mi artículo, por supuesto, a mis lectores les encantaría ver al hombre detrás del imperio".

Su sonrisa vaciló por un momento, sorprendido por mi petición.

Luego, su rostro se relajó en su habitual máscara de carisma.

"Por supuesto", dijo. "Será un honor".

Se puso a mi lado, y yo saqué mi teléfono, la asistente tomó la foto, en la imagen, Diego Garmendia sonreía a la cámara, con su brazo casualmente alrededor de mis hombros, y a su lado, yo, con una sonrisa forzada, pero con los ojos fijos en el lente, enviando un mensaje silencioso a El Zorro, a mi editor, a cualquiera que viera la foto.

Estoy aquí, estoy viva, y estoy junto al hombre que mató a mi hermana.

Y no voy a parar hasta que pague.

            
            

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