"¡No voy a pasar a ningún lado!", estallé, y la rabia que había estado contenida por el shock finalmente encontró una salida. "¿Quieres que pase como si nada? ¿Como si no acabara de descubrir que mi esposa, mi esposa 'estéril', está embarazada?"
Le di una patada a las peonías esparcidas en el suelo, enviando pétalos rosas a volar por el pasillo.
"¡Exígeme una explicación, Sofía! ¡Ahora mismo!"
Ella suspiró, un suspiro largo y cansado, como si yo fuera un niño haciendo un berrinche. Se cruzó de brazos sobre su vientre, un gesto protector que me pareció una bofetada.
"Está bien", dijo, finalmente mirándome a los ojos. Su mirada era firme, sin una pizca de culpa. "Sí, estoy embarazada. Tengo seis meses."
Hizo una pausa, dejando que las palabras se asentaran en el aire viciado entre nosotros.
"Y no, nunca fui estéril. Ese diagnóstico... lo falsifiqué. Lo siento, Armando, pero en ese momento no quería tener hijos. Mi carrera estaba despegando, y un bebé no entraba en mis planes. Era la única forma de que dejaras de insistir."
Cada palabra era un golpe. La mentira sobre la infertilidad, una mentira que yo había llorado en silencio durante años, una herida que había aceptado como parte de nuestro destino, era una farsa. Todo había sido un engaño para su propia conveniencia. El dolor era tan agudo que me costaba respirar.
"¿Lo falsificaste?", repetí, mi voz temblando de furia. "¿Falsificaste nuestro dolor? ¿Nuestros sueños? ¿Y este bebé?", señalé su vientre con un dedo tembloroso. "Este bebé no es mío, ¿verdad? ¡Contéstame, maldita sea!"
La rabia me cegaba. Quería romper algo, gritar hasta quedarme sin voz.
"¿De qué cabrón es, Sofía? ¿A quién te vendiste por un poco de atención en esta estúpida ciudad?"
Ella ni siquiera se inmutó ante mi insulto. Su calma era monstruosa.
"No te vendí a nadie, Armando. Y no es de ningún 'cabrón'. Es de Ricardo. Ricardo Mendoza."
El nombre me golpeó como un puñetazo. Ricardo "El Fénix" Mendoza, el famoso torero. Un exnovio de su juventud, un hombre carismático y mujeriego del que ella a veces hablaba con una nostalgia que siempre me había incomodado.
"Y no te estoy engañando", continuó, su voz adoptando un tono de superioridad moral que me resultó nauseabundo. "Lo hice por una razón noble. Ricardo tiene cáncer terminal. Le quedan pocos meses de vida. Su único deseo era tener un heredero, alguien que llevara su sangre. Yo solo quise ayudarlo. Fue una inseminación artificial. Es un acto de altruismo, Armando. Quería darle un último regalo a un hombre moribundo."
La miré, tratando de encontrar algún rastro de la mujer con la que me casé. No había nada. Solo una extraña con un discurso delirante. ¿Acto de altruismo? ¿Regalo a un hombre moribundo? Estaba usando mi casa, mi vida, mi matrimonio, para gestar el hijo de otro hombre como si fuera una obra de caridad.
La risa que salió de mi garganta fue amarga y rota.
"¿Altruismo?", me burlé, acercándome a ella, invadiendo su espacio. "¿Te escuchas, Sofía? ¡Qué santa eres! ¡Santa Sofía, la madre sustituta de los toreros moribundos! ¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en tu jodida obra de caridad? ¿Soy el pendejo que paga las cuentas mientras tú cumples los últimos deseos de tus exnovios?"
"No lo entiendes porque eres egoísta", replicó, su voz finalmente elevándose, llena de una indignación que no tenía derecho a sentir. "¡Se trata de la vida y la muerte! ¡De un legado! ¡De algo más grande que tus celos estúpidos! Pensé que lo entenderías, que verías la belleza en mi decisión."
"¿Belleza?", grité. "¡Veo traición! ¡Veo mentiras! ¡Veo a una mujer que me ha estado viendo la cara de idiota por años!"
Mi mundo se había derrumbado en cuestión de minutos, y la mujer que lo había demolido se paraba frente a mí, defendiendo sus ruinas como si fueran una obra de arte.