Ella se acercó y se apoyó en la barandilla a mi lado. Llevaba un vestido rojo sangre que parecía absorber toda la luz a su alrededor.
"Alejandro dice que te gustaban mucho las orquídeas blancas. Las mandó quitar todas esta mañana. Dice que ahora prefiere las rosas rojas. Como mi vestido."
La provocación era tan obvia que casi era infantil. Pero funcionó. Me giré para enfrentarla.
"Alejano me regaló un invernadero lleno de orquídeas blancas por mi cumpleaños. Construido solo para mí."
Mi voz sonó más fuerte de lo que esperaba, una defensa patética de un pasado que se desvanecía.
"Ah, sí. El invernadero. Ahora es mi estudio de yoga," dijo ella con una sonrisa despreocupada. "Las cosas cambian. Los gustos cambian."
Se acercó un paso más, su perfume caro invadiendo mi espacio.
"Debes entenderlo. Fuiste un buen pasatiempo para él, pero yo soy el negocio real."
En ese momento, la rabia superó a la humillación. "No sabes nada de él. Ni de mí."
Camila se rio, un sonido agudo y desagradable. "Sé que me parezco a ti. O más bien, tú te pareces a la versión imperfecta de mí. Él siempre me quiso a mí, pero no podía tenerme. Así que te encontró a ti. Una suplente."
"Eso es una mentira."
"¿Lo es?" Inclinó la cabeza, estudiándome. "Pregúntale." De repente, su mano se movió rápidamente. La copa de vino tinto que sostenía se volcó "accidentalmente" sobre mi vestido blanco. El líquido oscuro se esparció por la tela como una herida abierta.
"¡Oh, qué torpe soy!" exclamó con falsa sorpresa. "Lo siento muchísimo."
El impacto del líquido frío sobre mi piel me hizo retroceder. Fue entonces cuando Alejandro apareció. Vio el desastre, la mancha roja en mi vestido, la copa vacía en la mano de Camila. Su rostro se endureció.
"¿Qué diablos está pasando aquí?" su voz retumbó en la terraza silenciosa.
Camila inmediatamente puso una expresión de víctima. "No fue nada, mi amor. Solo un accidente. Yo... tropecé y derramé mi vino sobre... Isabela."
Pero yo no iba a dejar que se saliera con la suya. "¡Ella lo hizo a propósito!" grité, mi voz temblando de furia. "¡Me está provocando!"
Alejandro ni siquiera me miró. Caminó directamente hacia Camila y le acarició la mejilla. "¿Estás bien?" le preguntó, su voz llena de una ternura que nunca había usado conmigo.
Luego, sus ojos se posaron en mí, fríos y duros como el acero. "Tú. Cállate. Has causado suficientes problemas por una noche. Vete a tu habitación y no salgas."
Javier, uno de los guardias más jóvenes que siempre había sido amable conmigo, dio un paso adelante. "Señor, con todo respeto... yo vi lo que pasó. La señorita Camila..."
Alejandro se giró hacia él tan rápido que Javier retrocedió. "Tú no viste nada. Y aprendes a cerrar la boca o te la cerraré yo permanentemente. ¿Entendido?"
"Sí, señor," murmuró Javier, bajando la cabeza.
"Ahora, lárgate de mi vista," ordenó Alejandro. "Estás despedido."
Javier me lanzó una última mirada de disculpa antes de marcharse. Mi corazón se hundió. Había perdido su trabajo por defenderme. Me sentí impotente y culpable. Alejandro me agarró del brazo, sus dedos clavándose en mi piel.
"Te dije que te fueras a tu habitación. No me hagas repetirlo."
Me solté de su agarre y corrí adentro, las lágrimas finalmente cayendo por mis mejillas. La humillación, la ira y ahora la culpa se arremolinaban dentro de mí. Esa noche, me quedé dormida con el sonido de la risa de Camila y Alejandro flotando desde el jardín. A la mañana siguiente, me enteré de la noticia. Javier había tenido un "accidente" de coche en su camino a casa. Murió en el acto. No hubo investigación. Todos sabían que no había sido un accidente. Fue una advertencia. Un mensaje para mí y para cualquiera que se atreviera a ponerse de mi lado. El miedo, un miedo real y profundo, se instaló en mi corazón. Esto ya no era un juego de celos. Era una cuestión de vida o muerte.