Una tarde, yo estaba en la biblioteca, el único lugar donde encontraba un poco de paz. Estaba mirando un viejo álbum de fotos, uno que contenía las pocas fotos que tenía de mi madre. Murió cuando yo era muy joven, y este álbum era mi tesoro más preciado. Contenía su risa congelada en el tiempo, su sonrisa cálida, el amor en sus ojos.
Camila entró sin hacer ruido, sus tacones apenas susurraban sobre la alfombra persa. Se detuvo detrás de mí, mirando por encima de mi hombro.
"¿Quién es ella?" preguntó, su tono falsamente casual.
"Mi madre," respondí bruscamente, cerrando el álbum.
"Ah. Es bonita," dijo, aunque su voz carecía de sinceridad. Extendió la mano, sus uñas rojas y largas rozando la cubierta de cuero gastado. "Déjame ver."
"No," dije, apartando el álbum de su alcance. "Es privado."
Una sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios. "En esta casa, nada es privado, querida. Todo le pertenece a Alejandro. Incluyendo tus pequeños y sentimentales tesoros."
Con un movimiento rápido, me arrebató el álbum de las manos. Mi corazón dio un vuelco. "¡Devuélvemelo!"
Ella lo abrió y comenzó a pasar las páginas con un desdén deliberado, sus dedos dejando manchas en las viejas fotografías. "Qué conmovedor. Una niña huérfana. No es de extrañar que te aferres tanto a Alejandro. Buscando una figura paterna, ¿tal vez?"
Cada palabra era un veneno cuidadosamente elegido. La ira, caliente y cegadora, surgió dentro de mí. "No te atrevas a hablar de mi madre."
Ella se detuvo en una foto de mi madre sosteniéndome de bebé. Me miró, luego a la foto, y luego a mí de nuevo. Una expresión de puro desprecio cruzó su rostro. Sin previo aviso, arrancó la página del álbum. El sonido del papel rasgándose fue como un grito en la habitación silenciosa.
"Ups," dijo, con los ojos muy abiertos en una inocencia fingida. Luego, con una calma aterradora, rompió la fotografía en dos, luego en cuatro, y dejó que los pedazos cayeran al suelo como confeti.
Algo dentro de mí se rompió. La última conexión tangible con mi madre, destruida frente a mis ojos por pura malicia. El control que había mantenido con tanta fuerza se desvaneció. Me abalancé sobre ella, no pensando, solo sintiendo. La empujé con toda mi fuerza contra una estantería. Los libros cayeron a nuestro alrededor. Le arranqué el álbum de las manos y la abofeteé, el sonido de mi mano contra su mejilla resonando en la habitación.
Ella gritó, más de sorpresa que de dolor. "¡Estás loca! ¡Perra loca!"
La agarré por el pelo y la tiré al suelo. Por un momento, sentí un poder salvaje y satisfactorio. La tenía donde quería, vulnerable y asustada. Me incliné sobre ella, lista para hacerle pagar por todo.
"¿Quién está loca ahora, Camila?" siseé, mi voz irreconocible.
Ella comenzó a llorar, sollozos teatrales y fuertes. "¡Alejandro! ¡Ayúdame! ¡Está tratando de matarme!"
Su llamado fue como una señal. La puerta de la biblioteca se abrió de golpe y Alejandro entró. Su rostro era una máscara de furia. Vio la escena: yo encima de Camila, que estaba en el suelo llorando, los libros esparcidos, los pedazos de la foto de mi madre.
No preguntó qué pasó. No esperó una explicación.
Se movió tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. Me agarró por el brazo y me arrojó lejos de Camila. Mi cabeza golpeó el borde de una mesa de madera con un golpe sordo y doloroso. Un estallido de luz blanca llenó mi visión, seguido de una oscuridad que se arrastraba por los bordes. El dolor era agudo y punzante.
"¡Mira lo que le has hecho!" le gritó Alejandro a mi forma desplomada, mientras corría a ayudar a Camila a levantarse. La acunó en sus brazos, consolándola.
"Ella me atacó, mi amor," sollozó Camila, escondiendo su rostro en su pecho. "Por nada. Simplemente se volvió loca."
Alejandro me miró, y la mirada en sus ojos me heló la sangre. No había ira, ni decepción. Solo un vacío frío y calculador. Era la mirada que le darías a un animal herido que necesitas sacrificar.
Me toqué la parte de atrás de la cabeza. Mis dedos volvieron cubiertos de sangre. El mundo comenzó a girar, los bordes de mi visión se oscurecieron. Lo último que vi antes de que la oscuridad me tragara por completo fue el rostro de Alejandro, impasible, mientras Camila sonreía triunfalmente por encima de su hombro.