Lo vi en el hospital, moviéndose con una eficiencia que siempre me había fascinado, dando órdenes, revisando los monitores, su rostro concentrado y profesional, el rostro del hombre del que me enamoré, el genio neurocirujano que salvaba vidas.
Excepto la mía.
Me quedé en una esquina del quirófano, una espectadora invisible, mientras él y su equipo se preparaban para operar a Valeria. Vi cómo le rapaban una pequeña sección de su cabello, cómo limpiaban el corte superficial de su frente. Escuché los términos técnicos, los diagnósticos que él lanzaba al aire, y una rabia fría, impotente, comenzó a crecer en mi inexistente pecho.
Todo era una farsa.
Valeria no tenía ninguna hemorragia cerebral, ninguna fractura de cráneo. Su tomografía era limpia, perfecta. Pero Alejandro, cegado por su lealtad mal entendida, por la manipulación experta de Valeria, veía fantasmas donde no los había.
"Hay un pequeño hematoma subdural", mintió, señalando una sombra insignificante en la pantalla. "Tenemos que drenarlo antes de que cause presión".
Nadie lo cuestionó, él era la autoridad, el mejor en su campo. Y yo, el alma de Sofía, solo podía mirar, gritar en silencio, viendo cómo montaba todo un teatro para salvar a la mujer equivocada.
Mientras él comenzaba la incisión, una enfermera entró corriendo al quirófano, con el teléfono inalámbrico en la mano.
"Doctor Cruz, disculpe la interrupción", dijo con urgencia. "Llaman de urgencias, es sobre su novia, Sofía".
El bisturí de Alejandro se detuvo por una fracción de segundo.
Su rostro, visible por encima de la mascarilla, se contrajo con fastidio.
"Estoy en medio de una cirugía crítica", respondió, su voz amortiguada pero firme. "¿Qué pasa con Sofía? Les dije que solo eran heridas superficiales, que la dieran de alta cuando se sintiera mejor".
"Doctor, es que... no reacciona bien", insistió la enfermera. "Se quejaba de un dolor de cabeza muy fuerte y luego perdió el conocimiento, su presión está cayendo".
Una chispa de esperanza se encendió en mí. ¡Por favor, Ale, escúchala! ¡Date cuenta!
Pero él solo suspiró, un sonido de pura exasperación.
"Díganle al residente de guardia que la revise, probablemente es solo un shock nervioso", dijo, volviendo su atención a Valeria. "No puedo interrumpir esto, la vida de Valeria depende de mí, ¿entienden? Ocúpense de Sofía, yo veré cómo sigue cuando termine aquí".
La enfermera se quedó parada un momento, indecisa, antes de salir con la cabeza gacha.
La primera petición de auxilio, rechazada.
La rabia en mí se convirtió en un nudo helado de desesperación. Grité su nombre, una y otra vez, pero mi voz era solo silencio. Me lancé contra él, intentando golpearlo, sacudirlo, pero mis manos fantasmales lo atravesaron sin efecto.
Unos veinte minutos después, el teléfono interno del quirófano sonó, un pitido estridente que hizo que todos se tensaran. Una enfermera diferente contestó.
"Doctor Cruz, es su madre al teléfono", dijo, cubriendo el auricular. "Suena muy alterada, dice que es sobre Sofía".
Mi madre. El corazón, que ya no tenía, se me habría roto en mil pedazos. Mamá sabía que algo andaba mal, su instinto nunca fallaba.
Alejandro dejó el instrumental sobre la bandeja con un chasquido metálico, su paciencia claramente agotada.
"Pásamela", ordenó.
Le acercaron el teléfono.
"Mamá, estoy en medio de una operación, no puedo hablar", dijo bruscamente.
Escuché la voz de mi madre, distorsionada y llena de pánico. "¡Alejandro, tienes que venir! ¡Algo está muy mal con Sofía! ¡Nadie me hace caso, dicen que el doctor a cargo está ocupado!".
"Soy el doctor a cargo", replicó Alejandro, su voz subiendo de tono. "Y estoy a cargo de una paciente que podría morir. Sofía está bien, mamá, solo está asustada. Te llamo cuando termine, ¿sí? Ahora déjame trabajar".
Y antes de que mi madre pudiera responder, le hizo un gesto a la enfermera para que colgara.
La segunda petición de auxilio, rechazada con una crueldad que me dejó sin aliento.
Me sentí vacía, derrotada. Vi cómo continuaba con la cirugía innecesaria, cada movimiento preciso y seguro, una coreografía de la medicina que en ese momento me parecía el acto más grotesco del mundo.
El tiempo perdió sentido. Podrían haber pasado minutos u horas. El pitido del teléfono sonó por tercera vez.
Esta vez, Alejandro ni siquiera levantó la vista.
"¡Dije que no me interrumpieran!", gritó, su voz resonando en el silencio estéril del quirófano. "¡Quien sea, que se espere! ¡Si vuelve a sonar ese maldito teléfono, lo arranco de la pared!".
La enfermera que contestó palideció.
"Doctor... es el jefe de neurología... y el director del hospital...".
Alejandro se quedó quieto. El silencio se volvió pesado, denso.
"¿Qué quieren?", preguntó entre dientes.
"Preguntan... preguntan por el protocolo de donación de órganos para la paciente Sofía Ramos", dijo la enfermera en un susurro apenas audible. "Su cerebro... ha sido declarado compatible para el programa de investigación de su división".
El bisturí se le cayó de la mano, rebotando en el suelo con un tintineo metálico que sonó como el fin del mundo.
Mi mundo.
La tercera petición de auxilio no fue rechazada. Simplemente, llegó demasiado tarde. Y la respuesta fue la confirmación de mi muerte, servida en una bandeja de ironía y negligencia.
Mi cerebro, el mismo que él se negó a revisar, ahora sería donado a su propio departamento.