Como un autómata, Alejandro se quitó los guantes manchados de la sangre de Valeria, se deshizo de la mascarilla y salió del quirófano sin decir una palabra.
Lo seguí, flotando detrás de él por los pasillos blancos y fríos del hospital. Cada paso que daba resonaba en el silencio, un eco de su fracaso.
Pero él no lo veía así. No todavía. Lo que vi en su rostro no fue culpa, sino una profunda irritación, la molestia de un hombre cuyo control absoluto había sido desafiado.
Llegó a la oficina del director, donde mi madre estaba sentada, con el rostro devastado, y el jefe de neurología, el Dr. Benítez, la acompañaba.
"¿Qué es este circo?", preguntó Alejandro, su voz áspera. "¿Cómo se atreven a hablar de donación de órganos? Mi novia está en urgencias recuperándose de un shock".
Mi madre levantó la vista, sus ojos rojos e hinchados de tanto llorar me buscaron a mí, el fantasma que él no podía ver.
"Sofía murió, Alejandro", dijo con una voz rota pero llena de una furia helada. "Murió hace una hora, sola, en una camilla de urgencias, mientras tú le hacías una cirugía estética a su amiga".
La acusación flotó en el aire, cruda y directa.
"Eso no es cierto", replicó Alejandro, negando con la cabeza. "Valeria tenía un hematoma, era una emergencia...".
"No mientas", lo interrumpió el Dr. Benítez, su superior. "Revisé la tomografía de Valeria. No había nada, Alejandro. Absolutamente nada que justificara una craneotomía de emergencia. Pero la tomografía de Sofía...", hizo una pausa, su mirada era de pura decepción. "Mostraba una hemorragia epidural masiva. Clásica. Si la hubieras revisado, si la hubieras operado a ella, ahora estaría viva".
Cada palabra era un martillo golpeando la armadura de arrogancia de Alejandro. Vi la confusión en sus ojos, la primera grieta en su mundo perfecto.
Pero la negación es una droga poderosa.
"No... no puede ser", susurró. "Yo la revisé, solo tenía rasguños...".
"¿La revisaste?", gritó mi madre, poniéndose de pie. "¡La miraste por encima y la descartaste como si fuera un estorbo! ¡Te llamé, te rogué que vinieras, y me colgaste el teléfono!".
Alejandro retrocedió un paso, abrumado por la verdad. Pero antes de que pudiera procesarlo, su lealtad equivocada volvió a tomar el control.
"Tengo que ver a Valeria", murmuró, como un mantra. "Tengo que asegurarme de que esté bien".
Se dio la vuelta y se fue, dejando a mi madre sola con su dolor y al Dr. Benítez con una expresión de asco.
Lo seguí de nuevo, esta vez a la sala de recuperación. Valeria ya estaba despierta, sentada en la cama, con un pequeño vendaje en la frente, luciendo pálida y frágil.
Cuando Alejandro entró, ella le dedicó una sonrisa débil y temblorosa.
"Ale...", susurró, extendiendo una mano hacia él. "Me salvaste la vida".
Él se sentó a su lado, tomando su mano con una devoción que me revolvió el estómago.
"¿Cómo te sientes?", le preguntó, su voz ahora suave y llena de preocupación.
"Me duele un poco la cabeza, pero estoy bien, gracias a ti", dijo ella, sus ojos de cierva herida fijos en los suyos. "Y Sofía... ¿cómo está? ¿Está muy enojada conmigo?".
La pregunta fue una obra maestra de la manipulación, sembrando la idea de que yo era la irracional, la que causaba problemas.
Alejandro tardó en responder. Su mirada se perdió por un momento.
"Sofía...", comenzó, y su voz se quebró. "...tuvo una complicación. No lo logró, Valeria".
Las lágrimas brotaron de los ojos de Valeria al instante, un torrente de dolor perfectamente calibrado.
"¡No! ¡No, no, no!", sollozó, cubriéndose el rostro. "¡Es mi culpa! ¡Todo es mi culpa! ¡Si no me hubiera puesto tan nerviosa...!".
"No, no es tu culpa", la tranquilizó Alejandro, abrazándola. "Fue un accidente terrible, eso es todo. Tú estabas gravemente herida, hice lo que tenía que hacer, tomé la decisión correcta".
Se lo estaba diciendo a ella, pero en realidad, intentaba convencerse a sí mismo. Necesitaba creer en esa mentira para no desmoronarse.
"¿Pero por qué murió?", preguntó Valeria entre sollozos. "¿Qué le pasó?".
"Tenía una hemorragia cerebral que no... que no vimos", dijo él, la voz apenas un murmullo. "Pensamos que estaba bien".
Yo flotaba sobre ellos, una nube de pena y furia. Él seguía protegiéndola, seguía justificando su negligencia mortal, mientras el cuerpo de su novia, la madre de su hijo no nacido, yacía en una plancha de metal fría en la morgue del mismo hospital.
Él seguía creyendo que había elegido salvar una vida, sin darse cuenta de que había sido el instrumento para destruir otra. Y Valeria, la víbora, se acurrucaba en sus brazos, consolidando su victoria sobre la tumba de su "mejor amiga".