La señora Solís la había llamado a su oficina, un santuario con vistas a toda la ciudad.
"Sofía," dijo Elena, sin levantar la vista de unos papeles. "Eres una chica inteligente. Observadora."
"Gracias, señora Solís."
"Mi nieto, Ricardo, es el futuro de esta firma," continuó Elena, ahora sí, clavando sus ojos fríos en ella. "Es brillante, dedicado. Demasiado dedicado."
Sofía asintió, sin saber qué decir. Conocía a Ricardo Solís de vista. Era el sol alrededor del cual giraba todo el bufete. Un hombre alto, impecablemente vestido, con una mirada que parecía atravesar a las personas para ver el siguiente punto en su agenda. Era guapo de una forma intimidante, inalcanzable.
"Un hombre necesita una familia, Sofía. Estabilidad. Le da perspectiva, lo ancla a la tierra," sentenció Elena. "Ricardo solo piensa en el trabajo y eso me preocupa. Quiero que se case, que tenga herederos."
El corazón de Sofía empezó a latir con fuerza. No entendía a dónde quería llegar la señora Solís.
"Te he observado," dijo Elena. "Eres discreta, sabes cuál es tu lugar y tienes ambición. Por eso te he elegido para que seas su asistente personal."
A Sofía se le cortó la respiración. ¿Asistente personal del señor Solís? Era el ascenso que había soñado.
"Pero hay una condición," añadió la matriarca, y su voz se volvió seda afilada. "Tu verdadero trabajo no será organizar su agenda. Será organizar su vida personal."
Sofía la miró, confundida.
"Quiero que te ganes su interés, Sofía. Que hagas que te vea como mujer. Tienes seis meses para que Ricardo formalice una relación contigo."
La mandíbula de Sofía casi cae al suelo.
"Señora, yo..."
"Si lo logras," la interrumpió Elena, "tu futuro en esta firma está asegurado. Tendrás un contrato indefinido, un sueldo que ni te imaginas. Si no lo logras," su sonrisa desapareció, "tu contrato de pasantía no será renovado. Y me aseguraré de que no encuentres trabajo en ningún otro bufete de la ciudad. ¿Entendido?"
Era un ultimátum. Una orden envuelta en una amenaza.
Sofía se sintió atrapada. Su futuro, sus sueños, su capacidad para ayudar a su familia, todo pendía de un hilo. De seducir a un hombre que apenas sabía que ella existía.
"Sí, señora Solís," susurró, la voz apenas un hilo.
"Bien," dijo Elena, volviendo a sus papeles, dándola por despedida. "Puedes empezar mañana. Él ya está avisado de que tendrá una nueva asistente. No me decepciones."
Sofía salió de la oficina sintiendo que el suelo se movía. Se miró en el reflejo de un cristal. Una chica sencilla, sin lujos, sin un apellido importante. ¿Cómo iba a llamar la atención de alguien como Ricardo Solís?
Al día siguiente, con el estómago hecho un nudo, se presentó en la oficina de Ricardo. Él estaba de espaldas, hablando por teléfono. Llevaba un traje gris oscuro que se ajustaba perfectamente a sus hombros anchos.
Cuando colgó, se giró. Sus ojos grises la escanearon de arriba abajo con una indiferencia que la heló por dentro.
"Tú debes ser Sofía," dijo, su voz era grave y sin emoción.
"Sí, señor Solís. Soy su nueva asistente."
"Bien. Mi agenda está en la tablet. Necesito que confirmes mis reuniones de la tarde y que prepares el resumen del caso Ferrer. Lo quiero en mi escritorio en una hora."
No hubo una sonrisa, ni una palabra de bienvenida. Solo órdenes.
Sofía pasó el día intentando hacer su trabajo a la perfección. Le llevó un café, exactamente como le habían dicho que le gustaba.
Lo dejó en su escritorio, diciendo en voz baja: "Su café, señor Solís."
Él ni siquiera la miró.
"Déjalo ahí," murmuró, sin apartar los ojos de la pantalla de su computadora.
El rechazo fue como una bofetada silenciosa. Era más que indiferencia, era un muro de hielo. Se dio cuenta de que la tarea que le había encomendado Elena no era difícil. Era imposible.