Sofía no dijo nada. Dejó su bolso en la cama y se quitó los zapatos. Sentía el peso del día en sus hombros. La indiferencia de Ricardo, la burla de sus compañeras, la presión insoportable de Elena. Se sentía sola, completamente sola en esa jungla de apariencias.
Mariana continuó su ataque.
"Escuché que la abuela te eligió a dedo. Qué suerte tienes. Algunas tenemos que trabajar duro para que nos noten, pero a ti te lo han puesto en bandeja de plata."
"No sabes de lo que hablas," respondió Sofía, su voz sonando más cansada de lo que pretendía.
"Claro que sé," insistió Mariana, levantándose de su cama. "Todas sabemos para qué te puso ahí la vieja. Quiere una nietecita política dócil y manejable. Y tú eres la candidata perfecta."
Sofía sintió una oleada de rabia y humillación. Pero sabía que discutir era inútil. Ellas no entendían su desesperación, la necesidad que tenía de ese trabajo. Para ellas era un juego, para Sofía era su vida.
Se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza, ignorando sus risas. Debajo de las sábanas, las lágrimas que había contenido todo el día comenzaron a brotar. Lloró en silencio, por la injusticia, por la impotencia.
Pero mientras las lágrimas corrían, una chispa de determinación se encendió en su interior. No iba a dejarse vencer. No les daría la satisfacción de verla fracasar. Si tenía que jugar este juego sucio para conseguir su libertad y un futuro, lo haría. Se secó las lágrimas con rabia. Mañana sería otro día.
A la mañana siguiente, llegó al bufete antes que nadie. Preparó la oficina de Ricardo, ordenó sus documentos y le preparó un café recién hecho. Recordó un detalle que escuchó por casualidad: a Ricardo le gustaba el pan dulce de una panadería artesanal que estaba al otro lado de la ciudad.
Sin pensarlo dos veces, salió del edificio, tomó un taxi y fue a comprar una concha de vainilla, su favorita según los rumores.
Cuando regresó, Ricardo ya estaba en su oficina, reunido con dos socios importantes. Ella entró con la cabeza gacha.
"Disculpen. Señor Solís, su café y... le traje esto."
Dejó la taza y la bolsita de papel sobre su escritorio.
Ricardo levantó la vista, y por primera vez, vio un destello de algo que no era indiferencia en sus ojos. Era molestia. Pura y dura.
Los otros dos abogados la miraron con curiosidad. La situación era incómoda.
"Sofía, estamos en una reunión," dijo Ricardo, su voz era un témpano de hielo. "Llévate eso. Y no vuelvas a interrumpir."
La humillación la golpeó con fuerza, un calor que le subió por el cuello hasta las mejillas. Se sentía como una idiota. Los otros abogados disimularon una sonrisa.
"Lo... lo siento, señor," balbuceó, recogiendo la bolsa de pan. Salió de la oficina casi corriendo, sintiendo sus miradas clavadas en su espalda.
El resto del día fue una tortura. Ricardo no le dirigió la palabra, comunicándose solo a través de correos electrónicos cortantes.
A última hora de la tarde, el teléfono de su escritorio sonó. Era la extensión de Elena Solís.
"¿Cómo va todo, Sofía?" preguntó la voz aterciopelada de la matriarca.
"Bien, señora. Estoy aprendiendo la rutina del señor Solís."
Hubo un silencio.
"No te pago para que aprendas su rutina, Sofía. Te pago por resultados," dijo Elena, su tono endureciéndose. "¿Ha habido algún progreso?"
"Él... está muy centrado en su trabajo," titubeó Sofía.
"Lo sé. Por eso estás tú ahí," replicó Elena con impaciencia. "El tiempo corre, querida. El cóctel de la empresa es en dos semanas. Espero ver un cambio significativo para entonces, o tendré que empezar a buscar a tu reemplazo."
La llamada terminó. Sofía se quedó mirando el teléfono, el corazón martilleándole en el pecho. Dos semanas. Le había dado un plazo.
La desesperación comenzó a ahogarla. Había intentado ser profesional, atenta, incluso personal. Y todo había fracasado. Ricardo Solís era una fortaleza inexpugnable.
Se dio cuenta de que los métodos convencionales no funcionarían. Las sonrisas, los cafés, los detalles amables... nada de eso rompería su armadura.
Elena no quería progreso. Quería un resultado. Y si no podía conseguirlo por las buenas, solo quedaba un camino. Un camino oscuro y peligroso que nunca pensó que consideraría.
Tenía que tomar una medida extrema. Una que la asustaba, que la repugnaba, pero que parecía la única salida para asegurar su futuro y cumplir con el diabólico pacto que había hecho.