El aire del gran salón del palacio era pesado, denso con el aroma a copal quemado y la tensión no expresada de cientos de nobles, todos reunidos para la ceremonia que definiría el futuro del imperio.
Hoy debía ser el día de mi consagración, el día en que yo, Xochitl, la "Elegida del Sol", sería formalmente reconocida como la esposa principal del Emperador Itzcóatl, uniendo mi linaje sagrado al suyo y asegurando décadas de prosperidad.
Pero en los ojos del hombre sentado en el trono de obsidiana y plumas de quetzal, no vi destino ni deber, solo un profundo y helado desprecio.
"¿Realmente creyeron que me ataría a esta farsa?" , la voz de Itzcóatl resonó en el silencio, cada palabra un golpe. "¿A una mujer cuya única virtud es una leyenda, un cuento de viejas para asustar a los niños?" .
Me quedé inmóvil frente a él, la túnica ceremonial blanca se sentía como una mortaja, mi corazón latía con un ritmo sordo y doloroso, un eco de una vida pasada.
Porque yo ya había vivido este momento, ya había sentido esta humillación, y sabía perfectamente a dónde conducía.
El recuerdo me golpeó con la fuerza de un rayo, no como un sueño, sino como una herida fresca.
En mi vida anterior, yo había suplicado, había llorado, había intentado recordarle el pacto ancestral, la importancia de nuestro linaje.
"Mi señor, es nuestro deber, es el mandato de los dioses" , le había dicho, con la voz quebrada por las lágrimas.
Su respuesta fue una risa cruel.
Me repudió públicamente, me despojó de mis títulos y me entregó a sus guardias como si fuera un animal.
Mi familia, que por generaciones había protegido el pacto, fue acusada de traición, sus tierras confiscadas, sus nombres borrados de los registros.
Los vi ser arrastrados, vi el fuego consumir nuestro hogar, y todo porque el Emperador estaba ciego de amor por su concubina, Citlali.
Ella estaba a su lado entonces, como lo estaba ahora, con una sonrisa disimulada y una mirada de triunfo en sus hermosos y oscuros ojos.
Mi final en esa vida fue brutal, abandonada en una fosa helada en las afueras de la capital, dejada para morir de hambre y frío.
Lo último que sentí fue el dolor insoportable de la traición y el sonido de las risas de Citlali, quien había ido a asegurarse de mi muerte.
"El sol te ha abandonado, Xochitl" , me susurró. "Ahora solo yo le doy calor al Emperador" .
Pero los dioses no me habían abandonado, el pacto era real.
Me concedieron una segunda oportunidad, no por piedad, sino por equilibrio.
Desperté gritando en mi cama hacía apenas unos días, justo a tiempo para revivir el inicio de mi caída.
Pero esta vez, no había lágrimas en mis ojos.
No había súplicas en mi garganta.
Solo un vacío helado y una determinación tan dura como la obsidiana.
"Mi Emperador" , dije ahora, mi voz sorprendentemente calmada, clara, sin un atisbo de la emoción que me consumía por dentro.
Levanté la vista y lo miré directamente a los ojos.
Itzcóatl pareció desconcertado por mi falta de reacción, esperaba lágrimas, esperaba histeria.
"¿No tienes nada que decir, mujer? ¿Ninguna súplica a tus dioses falsos?" .
Su arrogancia era palpable, la de un hombre joven que nunca había conocido la verdadera adversidad, un líder que creía que su voluntad era superior a la de los cielos.
A su lado, Citlali se aferró a su brazo, su rostro una máscara de preocupación fingida.
"Mi señor, no seas tan duro con ella" , dijo con una voz dulce y melosa. "Quizás realmente cree en esas viejas historias, no es su culpa ser tan ignorante" .
Cada una de sus palabras era un veneno envuelto en miel.
En mi vida anterior, esas palabras me habían enfurecido, me habían hecho parecer una loca desesperada.
Ahora, las recibí con una serenidad que los descolocó a ambos.
Hice una reverencia profunda, una muestra de sumisión que contradecía la tormenta en mi interior.
"La sabiduría del Emperador es tan vasta como el cielo" , dije, mis palabras resonando con una sinceridad vacía. "Si mi presencia y mi linaje son una farsa, entonces no soy digna de estar a su lado, no soy digna de traer vergüenza a su glorioso reinado" .
El silencio en el salón fue absoluto.
Nadie esperaba esto, ni los nobles, ni la Sacerdotisa Madre que me observaba con ojos preocupados desde un costado, y ciertamente no Itzcóatl.
"Me retiraré a mis aposentos y esperaré el juicio del Emperador" , continué, manteniendo la cabeza baja. "Aceptaré cualquier destino que consideres justo" .
Itzcóatl frunció el ceño, una sombra de duda cruzando su rostro por un instante.
Era como si le hubiera quitado el guion de las manos, mi sumisión lo desarmaba más que cualquier confrontación.
"Vete" , espetó finalmente, con un gesto de desdén. "No quiero volver a ver tu rostro" .
Me di la vuelta lentamente, sin prisa, sintiendo cientos de ojos sobre mi espalda.
Mientras caminaba hacia la salida, mi mirada se cruzó por un segundo con la de Cuauhtémoc, el líder de los guerreros águila, un hombre conocido por su honor y su lealtad al imperio, no solo al hombre que lo gobernaba.
En sus ojos no vi lástima, sino una profunda preocupación y una pizca de incredulidad.
Él era uno de los pocos que realmente creía en el pacto.
Al pasar junto a Itzcóatl y Citlali, él le susurró algo al oído y ella soltó una risita cristalina, un sonido que era como grava en mi alma.
Él la rodeó con sus brazos, su mirada fija en ella, una mirada llena de una adoración tan ciega que era patética.
La escena quemaba en mi memoria, una réplica exacta del pasado.
Pero esta vez, el dolor no me paralizó.
Al contrario, alimentó la llama fría que ardía en mi pecho.
Los dejé en su nido de amor y ambición.
No volvería a suplicarles, no volvería a rogar por mi vida o mi honor.
Esta vez, simplemente me haría a un lado.
Y observaría con calma cómo el imperio que despreciaban, el imperio cuya prosperidad dependía de la sangre que corría por mis venas, se desmoronaba hasta convertirse en polvo y cenizas.
Y él, el gran Emperador Itzcóatl, se arrastraría sobre esas cenizas, suplicando por la farsa que ahora repudiaba con tanta arrogancia.
Esa era mi nueva meta, mi única razón para vivir esta segunda vida.
No buscaría venganza activamente, no, eso sería demasiado simple.
Simplemente dejaría que la verdad se revelara por sí misma, a través de la hambruna, la sequía y la desesperación.
Mi venganza sería la propia caída de Itzcóatl.