Ricardo no gritó. No lloró. Simplemente sintió cómo sus piernas se convertían en gelatina y el suelo se precipitaba hacia él. El mundo se volvió un zumbido sordo, una mancha de luces blancas y caras borrosas. Lo último que pensó antes de que la oscuridad lo tragara fue en la sonrisa de Miguel esa mañana, prometiéndole que pronto las cosas mejorarían.
Despertó en una silla de la sala de espera, con una enfermera dándole palmaditas en la mejilla. El dolor regresó de golpe, físico, aplastante. Le dolía el pecho, le costaba respirar. Su hijo estaba muerto. Su Miguel, que trabajaba en tres lugares distintos para ayudarlo, que estudiaba hasta la madrugada, que se saltaba comidas para ahorrar unos pesos, estaba muerto.
Y entonces la vio.
Sofía entró por las puertas automáticas del hospital. Todavía llevaba puesto el elegante vestido de la cena, su cabello perfectamente peinado, su maquillaje intacto. Un ligero olor a vino caro y perfume flotaba a su alrededor, un insulto nauseabundo en el aire estéril del hospital.
Era una imagen tan surrealista, tan cruel, que a Ricardo se le revolvió el estómago. Su hijo yacía muerto en una camilla fría a pocos metros de distancia, y su madre parecía recién salida de una fiesta.
La ira, pura y volcánica, explotó dentro de él, barriendo el dolor y la conmoción. Se puso de pie, tambaleándose, y caminó hacia ella.
"¡Tú!" , gritó, su voz ronca y llena de una angustia que no sabía que podía sentir. "¿Dónde estabas?"
Sofía intentó poner una cara de tristeza, pero sus ojos la traicionaban.
"Ricardo, cálmate..."
"¡No me pidas que me calme! ¡Mi hijo está muerto! ¡Nuestro hijo! ¿Y tú? ¡Tú estabas celebrando!" , su voz se quebró en la última palabra, un sollozo desgarrador. "¡Estabas bebiendo y riendo mientras Miguel se moría en la calle!"
Sofía retrocedió, genuinamente sorprendida por su furia.
"Yo no sabía..."
"¡No, claro que no sabías! ¡Nunca sabes nada de nosotros! ¡Nunca te ha importado!" , le espetó Ricardo, el dolor transformado en veneno.
Sofía, sintiéndose acorralada, se apartó para hacer una llamada. "Tengo que avisarle a mi familia" , murmuró, una excusa débil. Ricardo se quedó paralizado, observándola mientras se alejaba unos pasos, buscando un rincón con más privacidad.
Se apoyó contra la pared, sintiendo que el mundo se desmoronaba a su alrededor, y fue entonces cuando escuchó su voz, baja pero clara en el silencio del pasillo.
Estaba hablando con Mateo.
"No te preocupes, Mateo, todo está bajo control. Ricardo está deshecho, no sospecha nada."
Una pausa.
"Sí, sí, lo de la deuda... Es la excusa perfecta. Él nunca sabrá que todo el dinero que le he sacado, todo por lo que Miguel trabajaba, era para pagar la colegiatura de Santiago."
Ricardo sintió como si el suelo desapareciera bajo sus pies por segunda vez esa noche. No era solo traición. Era un plan. Una mentira larga, cruel y calculada. El dinero por el que él se rompía la espalda, el dinero por el que su hijo había muerto, había sido para el hijo de otro hombre. El futuro de Miguel había sido sacrificado por el futuro de Santiago.
La verdad era un monstruo mucho más feo de lo que jamás hubiera podido imaginar.