Esa era Ximena, mi guardiana, la mujer que me asignaron para que no me muriera por accidente.
O al menos, no tan seguido.
Mi vida antes de ella era un largo pasillo silencioso.
Nací príncipe, o eso decían, pero mi sangre real era tan dudosa como la lealtad de los ministros de mi padre.
Cuando el Emperador y la Emperatriz murieron en esa revuelta, yo era solo un bulto de mantas olvidado en una cuna.
Nadie me quería, un huérfano con un título inútil, un recordatorio constante de un linaje manchado.
Crecí en una esquina olvidada del palacio, los sirvientes me daban de comer por obligación y me ignoraban por conveniencia.
Aprendí a leer solo, con libros viejos de la biblioteca que nadie más visitaba.
Mis únicos amigos eran los fantasmas de mis padres, a los que nunca conocí, y el frío que se colaba por las grietas de mi ventana.
La soledad era mi única compañera constante, una manta pesada que me cubría día y noche.
Hasta que un día, llegó él.
El Capitán Alonso.
Yo estaba escondido detrás de una cortina polvorienta, observando a los guardias entrenar en el patio.
Él era el sol en medio de un cielo gris.
Alto, con una sonrisa que parecía genuina y una armadura que brillaba de verdad, no como las oxidadas que usaban los guardias de mi ala del palacio.
Se dio cuenta de que lo miraba.
En lugar de gritarme o ignorarme, se acercó.
Se arrodilló para estar a mi altura, y sus ojos no mostraban lástima, sino una curiosidad amable.
"¿Qué haces aquí, pequeño?", me preguntó.
Su voz era cálida, como el pan recién horneado.
No supe qué decir, solo me aferré al trozo de pan duro que guardaba en mi bolsillo, mi cena de esa noche.
Él lo vio, y su sonrisa se desvaneció un poco.
Sacó una pequeña bolsa de su cinturón y me ofreció una manzana roja y brillante.
"Ten, parece que tienes más hambre que yo."
Tomé la manzana como si fuera un tesoro.
Fue la primera vez que alguien me daba algo sin que fuera una obligación.
Fue la primera vez que alguien me veía.
El Capitán Alonso se convirtió en mi secreto, mi único rayo de luz.
A veces lo veía en los patios, y si tenía suerte, me dedicaba una sonrisa o un saludo.
Esos pequeños gestos eran suficientes para sostenerme durante semanas.
Pero entonces, llegó ella.
Ximena.
No entró a mi vida, irrumpió en ella.
Un día, el consejero real, un hombre viejo y cansado de mi existencia, me informó que tendría una nueva guardaespaldas personal.
Pensé que sería otro guardia viejo y aburrido.
Pero la que entró en mis aposentos era una mujer.
Era alta, con el cabello negro y corto, y una cicatriz que le cruzaba una ceja.
Su armadura no era brillante como la de Alonso, estaba llena de abolladuras y rasguños, marcas de batallas reales.
Llevaba una espada en la espalda que parecía más grande que yo.
Me miró de arriba abajo, y su expresión era de puro desdén.
"¿Este es el príncipe?", preguntó al consejero, sin molestarse en bajar la voz.
El consejero asintió, incómodo.
"Sí, Ximena. Tu deber es protegerlo."
Ximena soltó un bufido.
"Protegerlo de qué. ¿De un resfriado? Parece que se va a romper si lo soplo."
Se acercó a mí, sus pasos pesados y seguros.
Se inclinó, y su sombra me cubrió por completo.
Olía a metal, a cuero y a algo más, algo salvaje como la tierra mojada después de una tormenta.
"Escúchame, niño," dijo, su voz grave y sin adornos. "No me estorbes, y yo no te estorbaré. Intenta no morirte, y nos llevaremos bien."
Se enderezó y se fue a una esquina de la habitación, donde se quedó de pie, inmóvil como una estatua de piedra.
Y así fue como Ximena se convirtió en mi sombra.
Los primeros días fueron un infierno silencioso.
Ella no hablaba, solo observaba.
Me seguía a todas partes, a la biblioteca, al comedor, incluso se paraba afuera de mi habitación por la noche.
Su presencia era abrumadora, una montaña de juicio silencioso.
Intenté hablarle una vez.
"¿Te gusta leer?", le pregunté, mostrándole un libro de cuentos de dragones.
Ella ni siquiera miró el libro.
"No."
Esa fue toda nuestra conversación.
Otra vez, durante la cena, la comida era la misma sopa aguada de siempre.
Ella se quedó de pie junto a la puerta, sin comer.
"¿No tienes hambre?", le pregunté.
"Comí antes," respondió, cortante.
Pero yo sabía que era mentira, la había visto todo el día.
Dejé mi pan, el único trozo decente de la comida, en el borde de la mesa, cerca de ella.
Cuando volví de lavarme las manos, el pan ya no estaba.
Ella seguía en la misma posición, con la misma cara de piedra, pero supe que lo había tomado.
Fue nuestra primera tregua no declarada.
Un pequeño pedazo de pan en medio de un océano de silencio.